(Domingo XXIII – TO – Ciclo B – 2018)
En este Evangelio (cfr. Mc 7, 31-37) , Jesús cura a un
sordomudo, simplemente tocando sus oídos y su lengua y diciendo una palabra en
idioma arameo, “Éfata”, que quiere decir: “Ábrete”. Podemos decir que el
sordomudo es muy afortunado, porque fue curado de una doble enfermedad, que le
impedía oír y también hablar.
Pero nosotros tenemos que considerarnos
todavía más afortunados que el sordomudo, aún cuando tengamos alguna enfermedad
corporal, porque Jesús le curó el cuerpo al sordomudo del Evangelio, pero a
nosotros nos curó el alma. ¿De qué manera? Para saberlo, tenemos que recordar
que cuando nacemos, nacemos con el pecado original y eso quiere decir que tenemos
cerrados los oídos del alma a la voz de Dios; nacemos ciegos del alma, y eso
quiere decir que no podemos ver la Verdad de Dios; nacemos con el corazón
cerrado al Amor de Dios, y eso es como nacer mudos, porque no hablamos de la
Bondad de Dios. De todo esto nos ha curado Jesús con el Bautismo: nos curó
nuestra ceguera espiritual, nuestra sordera espiritual y nuestra mudez
espiritual, pero además de eso, nos dio una nueva vida, la vida suya, la vida
de Jesús, que es la Vida de Dios.
Por eso es que nosotros somos más
afortunados que el sordomudo del Evangelio, porque no solo hemos sido curados
de esa enfermedad que es el pecado original, sino que por la gracia, Jesús nos
ha dado una vida nueva, la vida de los hijos de Dios.
¿Cómo se vive la vida de los hijos de
Dios? Cumpliendo los Mandamientos de la Ley de Dios –para eso hay que llevarlos
impresos, como un sello, en el alma y en el corazón-, confesándonos con
frecuencia, comulgando en estado de gracia, rezando –en lo posible, el Santo
Rosario-, haciendo Adoración Eucarística. Si hacemos esto, vamos a glorificar a
Dios con nuestras vidas, así como el sordomudo glorificó a Jesucristo luego de
haber sido curado.
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