(Domingo
XXII – TO – Ciclo C)
“Es del interior, del corazón de los hombres, de donde
provienen toda clase de cosas malas” (cfr. Mc
7, 1-8.14-15.21-23). En la época de Jesús, los fariseos tenían la creencia de que
bastaba lavar los utensillos del templo y las manos, además de acudir al
templo, para ser considerados como hombres religiosos. Ellos cumplían con todas
estas reglas y por eso creían que eran buenos delante de Dios, pero descuidaban el corazón y es así que eran malos, decían mentiras, se quedaban con el dinero del templo. Pero Jesús les
hace ver que para ser buenos, no basta con cumplir por afuera: hay que estar
limpios por dentro, es decir, hay que tener un corazón bueno y, más que bueno, santo. Para que podamos entender un poco más, Jesús da el ejemplo
de una copa o un plato que están sucios: si se los limpia solamente por afuera
y no se limpian por dentro, quedan sucios y no se pueden usar. Así sucede con
nosotros: debemos cumplir exteriormente con lo que manda la Iglesia –asistir a
Misa los domingos, comulgar en gracia, confesar, rezar, etc.-, pero además
debemos estar limpios por dentro, es decir, nuestro corazón debe estar limpio
de toda mancha de pecado. ¿Cómo limpiar por dentro nuestros corazones y
nuestras almas? Por medio de la gracia santificante, que nos viene por la
Confesión sacramental. Cuando nos confesamos, quedamos limpios y purificados
por dentro, porque el corazón y el alma se ven libres de la mancha del pecado. Este
Evangelio, entonces, nos enseña cómo ser agradables a los ojos de Dios: no solo
cumpliendo lo que nos pide la Iglesia –por ejemplo, asistir a la misa dominical-,
sino también confesándonos con frecuencia, para que así nuestra alma quede
purificada y limpia por la gracia santificante.
Así como una copa o un plato deben limpiarse por dentro y
por fuera para que queden verdaderamente limpios, así también nosotros, para
ser agradables a los ojos de Dios, debemos cumplir externamente con la
religión, asistiendo a la misa del Domingo y rezando, y además debemos
confesarnos con frecuencia, para tener el corazón resplandeciente con el brillo
de la gracia santificante.
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