Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

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jueves, 20 de agosto de 2015

Catecismo para Niños de Primera Comunión - Lección 13 - Fue crucificado

Catecismo para Niños de Primera Comunión - Lección 13 - Fue crucificado[1]  
         Doctrina
         ¿Por qué quiso sufrir tanto Jesucristo en la Pasión y en la cruz? Jesucristo quiso sufrir tanto en la Pasión y en la cruz para mostrarnos más su amor e inspirarnos horror al pecado.
Dos ejemplos para entender esto: “para demostrarnos más su amor”, se entiende como cuando un esposo ama a su esposa (o viceversa): no es lo mismo que le diga: “Te amo mucho”, pero cuando la esposa tiene alguna necesidad se queda cruzado de brazos, a decirle: “Te amo mucho” y cuando tiene alguna necesidad, hace de verdad todo tipo de esfuerzos y sacrificios para auxiliarla: en el primer caso, no demuestra el amor, en el segundo, sí; pues bien, esto es lo que hizo Jesucristo al morir en la cruz por nosotros, y es demostrarnos hasta dónde llega su amor: hasta la muerte de cruz, que es una muerte dolorosa y humillante. Para que nos demos una idea de cuánto sufrió Jesús en la cruz, tenemos que pensar que el dolor era tan insoportable que literalmente no existían palabras para describirlo[2]. Se tuvo que inventar una nueva palabra llamada “excruciante” (que significa “de la cruz”) para describir semejante dolor[3].
         “Para inspirarnos horror al pecado”: todos nuestros pecados fueron cargados sobre sus espaldas; quiere decir que Él sufrió el castigo que cada uno de nosotros merecía, ante la Justicia Divina. Si queremos saber qué consecuencias tiene un pecado nuestro, elevemos nuestra mirada a Jesús crucificado y contemplemos todas y cada una de sus llagas, porque Él “él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is 53, 1-12). Entonces, somos nosotros y nadie más que nosotros la causa de sus heridas: si Jesús está en la cruz, con tantas heridas y golpes y con su Sangre vertiendo por sus heridas, es por causa de nuestros pecados y cada pecado nuestro es una herida en el Cuerpo de Jesús crucificado. Esto tiene que llevarnos al propósito de no pecar más, con tal de no seguir hiriendo a Nuestro Señor. Al verlo crucificado, movidos por el Amor del Espíritu Santo, deberíamos decir, con Santa Teresa de Ávila: “No me mueve, mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido/ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso de ofenderte/Tú me mueves, Señor,/ muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido,/ muéveme ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y tu muerte./Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,/ que aunque no hubiera cielo, yo te amara,/ y aunque no hubiera infierno, te temiera./ No me tienes que dar porque te quiera,/ pues aunque lo que espero no esperara,/ lo mismo que te quiero te quisiera./
         ¿Por quiénes padeció Jesucristo? Jesucristo padeció y murió por todos y cada uno de los hombres, desde Adán, hasta el último hombre nacido en el Último Día. Toda la Pasión la sufrió de modo individual por cada uno de nosotros, de manera tal que si sólo nosotros hubiéramos pecado en todo el mundo, Él se habría encarnado y sufrido la Pasión sólo por nosotros.
         ¿Dónde y cuándo murió Jesucristo? Jesucristo murió sobre el Calvario en Jerusalén, la tarde del Viernes Santo. Según la Tradición, la cruz fue clavada en el Monte Calvario, en el mismo sitio en donde Adán fue enterrado, de manera tal que la Sangre de Jesucristo, cayendo desde la cruz, se infiltró por la tierra hasta llegar a Adán, para darle nueva vida, la vida eterna.


La crucifixión, de Fra Angelico
En esta imagen vemos representada la crucifixión de Jesús. El cráneo que se observa abajo es, según la Tradición, el cráneo de Adán. Al tomar contacto con la Sangre de Jesús, Adán es vuelto a la vida, al recibir la vida eterna. Después de haber sufrido toda suerte de insultos y burlas, al llegar Jesús al Calvario le despojaron de sus vestiduras y con fuertes clavos sujetaron sus manos y pies a la cruz.
El Señor, después de ser crucificado y puesto entre dos ladrones, estuvo tres horas en agonía; y después de haber pronunciado siete palabras, que encierran sublimes y sobrenaturales enseñanzas, expiró a las tres de la tarde. Por eso la Hora de la Divina Misericordia es a las tres de la tarde.
He aquí las siete palabras que dijo Jesús en la cruz:
1ª. “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Jesús pedía perdón al Padre por todos y cada uno de nosotros, que fuimos los que lo crucificamos. En vez de pedir justicia y venganza a Dios, Jesús pide perdón para nosotros, y ése es el fundamento de porqué tenemos que perdonar a nuestros enemigos: porque Jesús nos perdonó primero desde la cruz, siendo nosotros sus enemigos.
2ª. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). Jesús promete al buen ladrón el paraíso, porque se arrepintió a tiempo, antes de morir y así se convirtió en uno de los primeros santos en ser redimidos por la Sangre de Jesús. Como el buen ladrón, también nosotros debemos reconocer a Jesús como nuestro Salvador, para escuchar de sus labios estas dulces palabras, el día de nuestra muerte: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
3ª. “He aquí a tu Madre. Mujer, he aquí a tu hijo” (Jn 19, 26-27). Jesús nos dona a su Madre, como Madre nuestra del cielo, porque en Juan estábamos todos representados. ¡Hasta dónde llega el amor de Jesús por nosotros, que nos regala lo que más amaba en la tierra, su amantísima Madre, la Virgen María! ¡Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, haz que seamos dignos hijos tuyos, nacidos para el cielo al pie de la cruz!
4ª. “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 6). En realidad, Dios nunca abandonó a Jesús, pero permitió que Jesús experimentara el abandono, para que nosotros supiéramos que Dios está siempre con nosotros y nunca nos abandona. Un detalle: si Dios Padre parece abandonar a Jesús –aunque en realidad no lo hace nunca-, la Virgen permanece siempre al pie de la cruz, y eso es un consuelo para nosotros, porque sabemos que nuestra Madre del cielo nunca nos abandona, así como no abandonó a su Hijo Jesús cuando agonizaba y moría en la cruz.
5ª. “Tengo sed” (Jn 19, 28). Como consecuencia de la abundante pérdida de Sangre, Jesús experimenta, entre otras cosas, una sed ardentísima; escuchándolo decir: “Tengo sed”, los soldados le alcanzan para beber una esponja con agua, mezclada con vinagre y con un calmante para los dolores. Sin embargo, Jesús se niega a beber, porque la sed más ardiente de Jesús no es la del Cuerpo, sino la de su Corazón: es su Corazón Sagrado el que siente sed del amor de los hombres, y los hombres, en vez del agua pura del amor a Dios, le dan vinagre, es decir, la malicia y el rechazo de Dios, porque eso es lo que representa el vinagre: la malicia de nuestros pecados, que da sabor agrio al agua, es decir, a la vida, cuyo Autor es Jesús, el Hombre-Dios. Jesús rechaza también el calmante y esto lo hace para sufrir hasta lo último, por nuestro amor y por nuestra salvación. ¡Jesús, cuánto has sufrido por nosotros, con dolores inconcebibles e inimaginables! ¡Permite, por los dolores de tu Madre, que saciemos tu sed de amor con la acción de gracias y con el amor de nuestro pobre corazón!
6ª. “Todo se ha cumplido” (Jn 19, 30). Con estas palabras, Jesús revela que el sacrificio en el tiempo, por el cual habría de salvarnos, está consumado; significa que, desde ahora, sus brazos abiertos en la cruz nos descubren su Sagrado Corazón, Puerta de la eternidad, que será traspasado por la lanza, para abrirnos paso al Reino de los cielos. Jesús ha cumplido con la Voluntad del Padre, dando hasta la última gota de su Sangre por nuestra salvación; Jesús ha cumplido el tiempo de su Pasión, por medio de la cual nos obtuvo una eternidad de alegría y de bienaventuranzas; Jesús. ¡Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, nos abriste las puertas del cielo!
7ª. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Luego de decir estas palabras, Jesús muere en la cruz. Al producirse su muerte, el universo todo muestra su luto y su dolor al oscurecerse el sol y temblar la tierra, demostrando así con estos prodigios, que el que moría en la cruz no era un hombre más entre tantos, sino el Hombre-Dios. Jesús ha cumplido su misterio pascual: venía del Padre, ahora retorna al Padre, desde donde inhabita por la eternidad. Que siempre, pero sobre todo en la hora de nuestra muerte, seamos revestidos de la Sangre de Jesús, para que a imitación suya encomendemos, por manos de María, nuestra alma al Padre, para que el Padre, viéndonos revestidos de la Sangre del Cordero, bese nuestras almas con el sello de su Amor, el Espíritu Santo, y así comencemos a vivir en la felicidad eterna del Reino de los cielos.
Además, como consecuencia de su sacrificio redentor, algunos muertos resucitaron, liberados por Él del Hades, el limbo de los justos del Antiguo Testamento, indicando así el accionar de la Divina Misericordia a través de Jesús; sin embargo, para otros, la Divina Misericordia daba paso a la Justicia Divina, y fue así como el velo del templo se rasgó de arriba abajo, sin que nadie lo tocara, indicando que finalizaba la Ley Antigua, para dar paso a la Ley Nueva de la gracia santificante.
Práctica: tendré presente siempre la muerte de Jesús en la cruz y cuánto sufrió por mi amor, para cumplir el propósito de no pecar más, para no herirlo más en la cruz. Imitaré su ejemplo de sufrir sin quejarse, y aún gustoso, porque así nos redimía y nos conducía al cielo, reparando ante el Padre las ofensas del pecado, al tiempo que nos abría las puertas del cielo, dándonos ejemplo extraordinario de paciencia, conformidad y penitencia. A imitación suya, no solo no me quejaré ante las dificultades, sino que todo lo sufriré en unión con su Pasión y Muerte en cruz, para salvar a mis hermanos.
También, cuando pase ante una cruz, saludaré a mi Redentor diciendo: “Te adoramos, Señor y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste el mundo”.
Palabra de Dios: “Cargó con nuestras iniquidades y sufrió por nuestros pecados” (Is 53, 5-6). “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, para que sea salvo por Él” (Jn 3, 17). “Dios nos ha arrebatado del poder de las tinieblas para llevarnos al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados” (Col 1, 13-14). “Nos amó y se entregó a la muerte por nosotros” (Gál 2, 20). “Cristo padeció por nosotros…” (2 Pe 2, 21). “Él es propiciación por nuestros pecados y no solo por los nuestros, sino por los de todo el mundo” (1 Jn 2, 2).
Ejercicios bíblicos: Mc 10, 45; Lc 23, 33; Jn 3, 16; Rom 8, 18.




[1] Adaptado de El Catecismo ilustrado, de P. BENJAMÍN SÁNCHEZ, Apostolado Mariano, Sevilla3 1997.
[2] Cfr. http://www.corazones.org/jesus/sufrimientos_pasion_medicina.htm
[3] Cfr. ibidem.

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