(Domingo
XVII – TO – Ciclo C – 2016)
Jesús
nos enseña a rezar a Dios de una manera que antes no se conocía, porque nos
dice que le tenemos que decir a Dios “Padre”, porque somos hijos adoptivos por el bautismo, y para eso nos enseña esa hermosa oración que es el “Padrenuestro”. Y para que sepamos cómo tenemos que rezar, Jesús nos cuenta una parábola: un hombre va a la casa de su amigo a
medianoche para pedirle tres panes, para darle a su vez a otro amigo que ha
llegado de viaje. El amigo, que está en la casa con sus hijos, no quiere darle
los panes porque dice que ya es tarde, pero Jesús nos cuenta el final de la
parábola: al final, el amigo le va a dar los tres panes, al menos si no es por
la amistad, sí por la insistencia.
El
amigo que va a pedir pan somos nosotros; la casa del amigo que está con sus
hijos, es la Iglesia; el amigo que da los tres panes, es Dios Padre; los panes,
representan la Eucaristía. Así como el amigo acude y pide con insistencia y
recibe los tres panes, así nosotros debemos rezar a Dios Padre con insistencia,
pidiendo cosas buenas, y lo más bueno que puede darnos nuestro Padre del cielo
no son tres panes sin vida, sino el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, y en la
Eucaristía tenemos aquello que quiere darnos Dios, y es su Amor de Dios, el
Espíritu Santo.
En este Evangelio, Jesús nos enseña cómo debemos llamar a
Dios: debemos decirle “Padre”, porque verdaderamente es nuestro Padre adoptivo,
por la gracia recibida en el bautismo; nos enseña cómo tenemos que rezar: con la
confianza y el amor de un hijo; nos enseña a pedirle a Dios con insistencia,
con la seguridad de que vamos a ser escuchados y de que, por ser Dios
infinitamente bueno, nos dará sólo cosas buenas, ya que es imposible que Dios
nos dé cosas malas; y por último, nos enseña qué tenemos que pedirle a Dios: el
Espíritu Santo.
“Pidan y se les dará”, nos dice Jesús. Lo que tenemos que
pedirle a Dios Padre no son tres panes, sino un solo Pan, el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, porque ahí está contenido lo que Dios Padre
quiere darnos, y que vale más que todo el oro del mundo: el Sagrado Corazón de
Jesús, que late con el ritmo del Amor de Dios, el Espíritu Santo.
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