(Domingo
IV – TC – CicloA – 2017)
Mientras va caminando predicando el Evangelio, Jesús ve a un
ciego de nacimiento y, usando su poder de Dios, hace un poco de barro, lo pone
en los ojos del ciego, le dice que se vaya a lavar a la pileta de Siloé, y en
ese momento, el ciego recupera la vista.
Con este milagro, Jesús demuestra que Él es Dios, porque sólo
Dios tiene el poder y la sabiduría necesarias para que un hombre, que nació sin
poder ver, recupere su vista. Él mismo creó el cuerpo del hombre, y Él mismo
puede, con su poder, curar el cuerpo y también el alma del hombre.
Pero lo más importante del Evangelio no es el milagro de la
curación de la vista del hombre ciego, sino la fe del ciego en Jesús como Dios
hecho hombre sin dejar de ser Dios.
Esta fe en Jesús como Dios, la demuestra el ciego cuando
Jesús, al encontrarlo más tarde, le dice que Él es Dios hecho hombre, ante lo
cual, el ciego se postra en adoración.
Es decir, Jesús le devuelve la vista al ciego y así el ciego
puede ver; pero más importante que la vista del cuerpo, es la vista de la fe,
que hace ver que Jesús es Dios Hijo encarnado.
Nosotros podemos ver con los ojos del cuerpo las cosas
visibles del mundo, pero también hay otro modo de ver, con la luz de la fe y
los ojos del alma, las cosas invisibles, que son mucho más importantes que las
visibles, y eso que podemos ver con la luz de la fe, es que Jesús es Dios Hijo
y que Él está Presente en la Eucaristía. “Ver” esto con la fe, es mucho más
importante que ver el mundo con los ojos del cuerpo.
Y como nosotros vemos, por la fe, que Jesús es Dios y que
está en la Eucaristía, hacemos como el ciego luego de recobrar la vista: nos
postramos ante Jesús Eucaristía y lo adoramos.
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