Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

jueves, 22 de septiembre de 2011

La Espiritualidad de Jacinta



La vida de Jacinta, testigo de las apariciones de la Virgen en Fátima, no solo cambió a partir de su encuentro personal con la Madre de Dios, sino que nos dejó a todos, niños y adultos, un grandísimo testimonio de fe y de amor a Dios, a la Virgen, a los pecadores. Para describir su vida, nos basamos en una entrevista dada por Sor Lucía.

Según relata Sor Lucía, su prima, en una entrevista sobre el carácter de Jacinta realizada por el padre José Galamba de Oliveira, quien era el Presidente Diocesano de la Comisión para la causa de Jacinta y Francisco Marto, Jacinta experimentó una transformación que fue creciendo cada vez más, hasta llegar a su punto culminante antes de morir.
         El cambio fue tan notorio, que hay un antes y un después en la vida de la niña. Por ejemplo, antes de encontrarse con la Virgen, Jacinta era caprichosa, susceptible, y hasta antipática. Si alguien la contradecía en el juego, inmediatamente se enojaba y dejaba de jugar, y para lograr que volviera, había que dejarla elegir según su gusto y parecer, y todos debían hacer lo que ella quería.
         Pero después de las apariciones, todo esto desaparece y Jacinta cambia completamente. La razón, dice Sor Lucía, es que Jacinta recibió “una mayor abundancia de gracia, y un mejor conocimiento de Dios y de la virtud”.
         Quienes estaban en su compañía experimentaban la presencia de “una persona santa que se comunicaba con Dios en todo momento; su comportamiento era siempre serio, modesto y amable, y parecía manifestar la presencia de Dios en todas sus acciones, como una persona de edad y virtud avanzada y no como una niña”. Después de las apariciones, Sor Lucía dejó de notar la frivolidad excesiva o el entusiasmo infantil por los juegos, comunes en los niños, además de desaparecer por completo el capricho y el enojo, y su comportamiento parece corresponder a alguien más maduro: “Todo ese capricho y susceptibilidad desapareció, toda esa energía la volcó en orar y sacrificarse por los pecadores, por su conversión”.
En todo momento está Dios presente; por ejemplo, si algún niño o adulto decían o hacían algo en su presencia que no estaba totalmente correcto, ella les reprobaba diciéndoles que no hicieran eso que ofendía a Dios, quien estaba ya demasiado ofendido.
Pero no perdió su condición de niña, a pesar de este crecimiento interior, ya que demostraba gusto por el canto y el baile, y también manifestaba cosas propias de niñas de su edad. Por ejemplo, cuando iba a Loca de Cabeso, el lugar de las apariciones, le gustaba recoger flores silvestres las cuales le entregaba a su prima Lucía, y algunas veces tomaba en sus brazos a una pequeña ovejita, en imitación del Señor, el Buen Pastor, que buscaba la oveja perdida.
Cuando estaban con ella, dice Sor Lucía, “muchos sentían reverencia en su presencia y esto denota la profundidad y el carácter que se desarrolló en ella después de las apariciones”.
Es decir, luego de las apariciones, Jacinta dejó de lado sus caprichos y susceptibilidades, para adquirir en cambio un espíritu de mortificación y penitencia, como por ejemplo, dejar de beber agua para sufrir voluntariamente la sed, o dejar de comer para darle la comida a los más pobres.
La razón de esto, dice Sor Lucía, es que, primero, “Dios quiso derramar en ella una gracia especial, a través del Inmaculado Corazón de María y, segundo, fue porque ella vio el infierno, y vio la ruina de las almas que caen en él”.
         Fue la visión del infierno y la meditación en su realidad, lo que llevó a Jacinta a crecer cada vez más en santidad, según Sor Lucía. Luego de que la Virgen les mostrara el infierno, Jacinta meditaba frecuentemente en él, según su prima: “Con frecuencia se sentaba en el suelo o en alguna piedra y, pensativa, comenzaba a decir: "¡El infierno, el infierno!”.
         Pero Jacinta no obraba por temor, sino por amor, pues se sacrificaba y hacía mortificaciones y mucha oración, porque estaba movida por un gran amor hacia los pecadores. No tenía miedo al infierno, pues confiaba en el amor y en la misericordia de Dios, pero sí tenía temor por los pecadores, y por ellos ofrecía su vida de niña.
         En otras palabras, la meditación en el infierno no significaba para ella una mortificación, sino que la hacía crecer en el amor espiritual a sus prójimos, sobre todo, aquellos que están más alejados de Dios, porque son quienes están próximos a caer en él.
         Muchos cristianos, que aparentemente son “buenos”, porque rezan y van a Misa, se desentienden, sin embargo, de la salud espiritual y del destino eterno de sus prójimos, considerando que no es asunto suyo, y olvidando que la misericordia es requisito indispensable para entrar en el cielo.
         Esta es la gran enseñanza de Jacinta Matos: el amor a las almas –por otra parte, un amor comunicado por el mismo Jesucristo y por la Virgen-, es lo que la lleva a padecer sed y hambre, a refrenar su enojo, a combatir sus caprichos, a implorar a Dios por la salvación de ellos.

         Al meditar en el infierno, y al tenerlo siempre presente, Jacinta nos da una lección de amor, de vida y de espiritualidad: en vez de angustiarse inútilmente ante la pavorosa realidad del infierno, Jacinta ofrece mortificaciones, ayunos, privaciones, oraciones, por la conversión de los pecadores, demostrando un gran amor por ellos, y con esto, imita a nuestro Señor, que sufrió la Pasión para salvar precisamente a los pecadores.
         Jacinta, siendo niña, adquirió, luego de las apariciones, una profunda visión de la malicia del pecado, que ofende a Dios, que es Bondad infinita, y de sus consecuencias para quien no se arrepiente, la condenación eterna.
Dice Sor Lucía: “Jacinta tomó la misión de hacer sacrificios por la conversión de los pecadores tan seriamente en su corazón, que nunca permitió que se le escapara una sola oportunidad... la sed de Jacinta por hacer sacrificios parecía insaciable. Con una delicada sensibilidad, Jacinta quedó llena de pena por esas pobres almas caídas en la perdición. Acostumbraba retirarse, y permanecía mucho tiempo, de rodillas, rezando por aquellos que se encontrasen en mayor peligro de condenación”.
Con frecuencia, llamaba a sus primos y les preguntaba: “¿Estáis rezando conmigo? Es necesario rezar mucho para librar las almas del infierno... ¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiese mostrarles el infierno!”.
Y cuando, ya enferma, presentía su próxima muerte, le decía a Lucía: “Yo voy al cielo, pero tú que quedas aquí, si te permite nuestra Señora, dí a la gente cómo es el infierno para que no cometan más pecados y no vayan para allá”.
Nunca perdió el sentido sobrenatural que para todo ser humano tiene esta vida, y no sólo eso, sino que cada vez aumentó más, llegando al máximo cuando más enferma estaba y cuando más dolores padecía, pues la enfermedad, con sus sufrimientos, era para ella ocasión de crecer en la adoración y el amor de Dios, amor que le aumentaba a su vez el amor a las almas, lo cual la llevaba a hacer cada vez más penitencia y más mortificación por la conversión de los pecadores.
Es por esto que, después de estar enferma –lo cual eventualmente fue lo que la llevó a la muerte-, se bajaba de la cama, se postraba con la cabeza hacia el suelo y oraba como el Ángel les había enseñado por la gloria de Dios, a Jesús en los Tabernáculos del mundo, en reparación por las ofensas, sacrilegios e indiferencia por los que Dios era ofendido y para rogar por la conversión de los pobres pecadores.
Esto lo hizo siempre, incluso con la enfermedad muy avanzada, y como al hacerlo caía con frecuencia en el suelo, debido a su debilidad, un sacerdote la dijo que podía hacer la oración en la cama.
Este amor a los pecadores fue lo que llevó a Jacinta a mortificarse de una manera admirable. Por ejemplo, se mortificaba dejando de comer y dándole la comida a los pobres, y cuando lo hacía, decía así: “Ofrezco este sacrificio por los pecadores que comen demasiado”.
También hacía el sacrificio de beber agua sucia y en el mes de agosto dejaba de tomar agua durante todo el mes. Como forma de penitencia ella y su hermano usaban una cuerda amarrada a la cintura.
Por la conversión de los pecadores, y para evitar que cayeran en el infierno, aceptó la enfermedad, los alimentos y las medicinas que en esas circunstancias más le repugnaban.
También en el plano afectivo sufrió mucho, y todo lo aceptó con heroísmo: ofreció el sacrificio de ser separada de sus familiares y compañeros e ir al hospital, lejos de su casa y finalmente el sacrificio de morir sola, como le había dicho la Santísima Virgen.
Con relación a estas circunstancias que, vistas humanamente, son penosas y dolorosas, Sor Lucía escribe lo que Jacinta le dijo al despedirse: “Nuestra Señora me ha dicho que voy a Lisboa, a otro hospital, que no te volveré a ver más ni a mis padres. Que, después de sufrir mucho moriré sola; pero que no tenga miedo; que Ella me irá a buscar para llevarme al Cielo”. Luego abrazó a Lucía diciéndole: “Nunca más volveré a verte; tú no irás a visitarme allí. ¡Oye! reza mucho por mí, que moriré sólita”.
No puede entenderse la vida y muerte de Jacinta, sin aceptar primero que es la Virgen quien está, en persona, detrás de su vida, así como una madre amorosa está detrás de su hija. Y si la Virgen no sólo permitió, sino que le pidió algunos sacrificios, como el morir sola, es porque, uniendo Jacinta sus sacrificios y dolores a los de Cristo en la cruz, buscaba la salvación de los pecadores y el evitar que se condenaran.
Otro cambio que se notó en Lucía fue el amor a Jesús Crucificado y a la Eucaristía. Dice así Sor Lucía: “Estaba constantemente en una profunda contemplación de Dios, en un coloquio íntimo con Él. Buscaba el silencio y la soledad, y de noche se levantaba de la cama para expresarle su amor al Señor con mayor libertad. Decía: ‘¡Amo tanto a Dios! En algunos momentos, me parece que tengo un fuego en mi corazón, pero no me quema!’. Contemplaba con amor a Cristo crucificado y lloraba siempre que escuchaba el relato de la Pasión de Cristo”.
También aumentó en ella el amor por Jesús en la Eucaristía, a quien visitaba con frecuencia y por largo tiempo en la parroquia , escondiéndose en el púlpito donde nadie la podía ver. Anhelaba recibir el Cuerpo de Cristo, pero no se le era permitido por su edad.
Su amor por la Eucaristía se manifestaba en su participación en la Misa diariamente, después que se enfermó, pidiendo por la conversión de los pecadores, y les enseñaba a las enfermeras a arrodillarse frente a “Jesús escondido”, en el tabernáculo, en reparación por quienes lo ofendía. El amor a Jesús Eucaristía la llevaba a pedir que colocaran su cama cerca del balcón para poder ver el tabernáculo de la capilla del hospital.
Además de Jesús y los pecadores, Jacinta amaba, con amor tierno de hija, a la Santísima Virgen. Una mentalidad racionalista diría que no podría amar a quien la había hecho sufrir mostrándole el infierno, pero en las cosas de Dios el racionalismo es superado por la Sabiduría divina, y es así como Jacinta demostraba su amor creciente a la Virgen secundando todos sus pedidos –desde el inicio, sus ansias de mortificación, sus ayunos, sus penitencias, se debían todas al deseo de complacer a la Virgen-, rezando el Rosario y jaculatorias en su honor, y entre estas, su preferida era: “Dulce Corazón de María, sed la salvación mía”.
La Santísima Virgen se convirtió en su directora espiritual, y bajo su dirección maternal Jacinta se convirtió en una mística.
Como no podía recibir la Comunión en reparación, como lo había pedido la Virgen ella exclamaba: “¡Tengo tanta pena de no poder comulgar e reparación de los pecados que se cometen contra el Inmaculado Corazón de María!”.
A pesar de su corta edad, y a pesar de que a los ojos del mundo nada podía hacer, pues se encontraba en la fase terminal de una enfermedad mortal, ofrecía todo lo que le era posible: oraciones y sacrificios, y todos sus sufrimientos, tanto los físicos, producidos por la enfermedad, como los espirituales, producidos por la separación de sus seres queridos. Le decía a Lucía: “Sufro mucho, pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para reparar al Corazón Inmaculado de María”.
Para quienes se escandalizan porque una niña no coma y no beba, y ofrezca sus sufrimientos para que otros eviten el infierno, están las palabras del cardenal Prelado de Lisboa, en el 25º aniversario de las apariciones de Fátima, quien dijo que la vida de Jacinta “es un perfecto resumen de los que María santísima pidió en Fátima y nos sigue pidiendo a cada uno de nosotros. Podríamos decir que la vida de Jacinta es como la ‘llave’ que nos abre el mensaje del Inmaculado Corazón”.
En otras palabras, es la Santísima Virgen María quien le pide a una niña que haga todo esto, y si se critica a la niña, se critica entonces a la Santísima Virgen.
También amaba mucho al Papa, como Vicario de Cristo, y luego de una visión que tuvo, en la que veía al Santo Padre sufrir mucho, su amor por él aumentó todavía más. Fue a Sor Lucía a quien le reveló esta visión sobre el Papa: “Un día...me llamó Jacinta. ¿No has visto al Santo Padre? -No. –“No sé cómo fue. Vi al Santo Padre en una casa muy grande, de rodillas delante de una mesa, con las manos en la cara llorando. Afuera había mucha gente, unos le tiraban piedras, otros le maldecían y le decían muchas palabras feas. ¡Pobrecito el Santo Padre!. Tenemos que rezar mucho por él!”.
Jacinta tuvo todavía otra visión más acerca del Santo Padre, la cual es relatada así por Sor Lucía: “En otra ocasión me llama Jacinta: -‘¿No ves tantas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada que comer? ¿Y el santo Padre en una Iglesia rezando delante del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?’”.
¿A cuál de los Papas se refiere Lucía? Podrían ser los Papas Benedicto XV, que reinó durante la primera guerra mundial, y Pío XII, que hizo lo propio durante la segunda, pero es imposible saberlo.
Sea como fuere, Jacinta ofrecía oraciones y sacrificios por el Santo Padre y tenía un deseo muy grande de que el Papa fuera a Fátima. Esto se cumplió después de su muerte.
Antes de morir, Jacinta le dijo a Lucía: “Yo, en el cielo, voy a pedir mucho por ti, por el Santo Padre, por Portugal para que la guerra no venga aquí y por todos los sacerdotes”.
Mientras las fuerzas de su cuerpo iban decayendo por la enfermedad, su abandono a la voluntad de Dios fue completo.
Tres días antes de morir, la Santísima Virgen la visitó, y le prometió que iba a venir a buscarla y le quitó todos los dolores. La Virgen le dijo también que moriría el 20 de febrero de 1920. Ese día, recibió el sacramento de la confesión pero, como el sacerdote no la veía tan mal le dijo que le daría el viático al día siguiente. Jacinta sabía que no llegaría al día siguiente y aceptó el no poder recibir a Jesús en la Eucaristía. Esa noche a las 10:30 P.M. la Santísima Virgen vino a buscar a su fiel discípula y amante de su Inmaculado Corazón y amiga de los pecadores.
Una vez muerta, su cuerpo experimentó también una transformación, y se sucedieron varios hechos prodigiosos. La enfermera Nadeja Silvestre dijo al contemplar el cuerpo inmóvil de Jacinta: “No parecía ser la misma niña; se transformó en radiante y preciosa”.
Cuando la Madre Gohdino hacía vigilia junto al féretro de Jacinta se fijó en la pequeña lámpara que brillaba a su lado. Quedó sorprendida al ver como la lámpara ardía tan brillantemente y no tenía nada de aceite.
Su cuerpo, que debido a la enfermedad y a las heridas de su cuerpo no despedía un olor agradable antes de morir, después que murió despedía un perfume suave.
Cuando su cuerpo fue llevado a la Iglesia de Lisboa, las campanas comenzaron a tocar sin que nadie las estuviese moviendo y con la puerta cerrada. Una vez Jacinta dijo que había escuchado a los ángeles cantar, pero que ellos no cantaban como los hombres. Y es muy probable que hayan sido los ángeles los que hayan tocado las campanas de la Iglesia dándole la bienvenida a la que entregó toda su corta vida cumpliendo los designios del Corazón de Jesús a través del Corazón de María.
         Cuando Jacinta se despidió de Lucía, le dijo estas palabras, que nos las dice también a nosotros: “Ya falta poco para irme al cielo. Tú quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando vayas a decirlo, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón de María, que Dios la confió a Ella. Si yo pudiese meter en el corazón de toda la gente la luz que tengo aquí dentro del pecho,  que me está abrazando y me hace gustar tanto del Corazón de Jesús y del Corazón de María”.



sábado, 17 de septiembre de 2011

La Eucaristía es el sol divino alrededor del cual giran nuestras almas




¿Cómo es el sistema solar? Todos lo sabemos: el sol se encuentra en el centro, y los planetas giran alrededor, recibiendo de su calor, de su luz y de su vida. Los planetas que están más cerca –Mercurio, Venus, Tierra-, reciben más luz y calor, mientras que los planetas más lejanos –Neptuno, Plutón-, son cada vez más fríos, a medida que se van alejando, porque los rayos del sol no los alcanzan.
Para darnos una idea, en Neptuno, la temperatura es de ¡-218 °C! Pensemos que aquí, en Tucumán, acostumbrados al calor, nos morimos de frío cuando la temperatura es de 5 o 6 °C
En los planetas más cercanos, como Mercurio y Venus, la temperatura es de 400 °C promedio, y en Marte, es de 270 °C. ¿Se imaginan pasar un veranito en esos planetas? ¡No alcanzarían todos los helados ni las gaseosas más frescas del mundo para calmar el calor!
Con respecto a nuestro planeta, como Dios Creador hace todas las cosas bien, está ubicado a la distancia justa: ni hace tanto frío, como en Neptuno, ni hace tanto calor, como en Mercurio y Marte. Tiene la temperatura justa para que se desarrolle la vida humana, la vida animal, la vida vegetal, y aunque en algunos lugares hace mucho calor, como en Tucumán, que llega a los 40-45 °C, y en otros lugares hace mucho frío, como en la Antártida Argentina –llega a hacer -60 °C-, el sol da el calor justo para que pueda haber vida.
Por todo lo que aporta, el sol es muy necesario para la vida en la tierra, ya que por su luz, las plantas nos dan oxígeno, y todo se mantiene en equilibrio en la naturaleza. El sol, que está en el centro de nuestro sistema planetario, es muy importante para nuestra vida como seres humanos que vivimos en la tierra. Si no hubiera sol, la vida, no solo la humana, sino toda clase de vida, desaparecería en muy poco tiempo. Todo quedaría envuelto en las más negras tinieblas, y nadie podría escapar de una muerte segura.
Imaginemos, por un instante, que toda la tierra quedara cubierta con una nube negra y densa, que no dejara pasar ni un solo rayo de sol. ¿Qué pasaría? Bajaría muchísimo la temperatura, y todos los seres vivos comenzarían a morir; además, todo estaría muy oscuro, mucho más que si fuera de noche, porque tampoco la luna daría su luz. Frío, tinieblas, muerte, es lo que le sucede a la tierra sin el sol. Esto nos hace ver la importancia del sol para nuestra vida en la tierra.
Pero hay otro sol, mucho más importante, mucho más brillante, mucho más luminoso que el sol que vemos en el cielo. Ese otro sol, más brillante, más hermoso, más grande, es la Eucaristía. La Eucaristía es el Sol divino que alumbra nuestras almas y nuestras vidas; es el Sol de Dios alrededor del cual deben girar todos nuestros pensamientos, todos nuestros deseos, toda nuestra vida, así como los planetas de nuestro sistema solar giran alrededor del sol.
Pero muy bien podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible que la Eucaristía sea como el sol, si no la veo brillar? ¿Cómo es posible que la Eucaristía sea como un sol, si no siento su calor?
La Eucaristía es un Sol, es el Sol divino, porque la Eucaristía es Jesucristo. Y Jesucristo es el Sol divino, el Hijo del Padre, que es luz como es luz Dios Padre. Y no sólo es luz, sino que es luz, con una luz más brillante y radiante que la luz del sol que conocemos. Porque en la Eucaristía está Jesús, brillante, resucitado, glorioso, y como Él es la luz de Dios que ilumina a los ángeles y a los santos en el cielo, así es también para nosotros la luz invisible que ilumina nuestras almas.
Jesús en la Eucaristía es la luz de Dios, es el Sol divino que alumbra nuestras almas. Jesús en la Eucaristía es ese Sol divino alrededor del cual debemos girar nosotros, así como los planetas giran alrededor del sol. Y así como los planetas reciben del sol la luz, la vida y el calor, así nosotros recibimos de Jesús Eucaristía, Sol divino, la luz, la vida y el calor del Amor de Dios, Jesucristo.
Y a nosotros nos pasa como a los planetas: cuando más nos acercamos a la Eucaristía, más sentimos el calor del amor de Jesús, y más luz recibimos, para la mente y el corazón; y también sucede al revés: cuando más nos alejamos de Jesús, más frío está nuestro corazón.
Acerquémonos cada vez más a ese Sol divino, que es Jesús Eucaristía, para adorarlo y amarlo, desde el tiempo, para la eternidad.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Cuando somos orgullosos, nos parecemos al ángel caído; cuando somos humildes, nos parecemos a Jesús y a la Virgen




¿Qué fue lo que hizo que cientos de miles de millones de ángeles buenos, llenos de luz y de amor, se convirtieran en monstruos, en duendes, dragones, en seres bestiales, llenos de oscuridad y de odio?

Un pecado. Un solo pecado: el orgullo, llamado también soberbia.

Por un solo pecado, cientos de miles de millones de ángeles, creados en la luz de Dios para alegrarse eternamente en su presencia, fueron precipitados al infierno, en donde sufren y lloran por toda la eternidad[1].

Por un solo pecado, Adán y Eva, creados por Dios inmortales, sanos, fuertes, sin dolor, y llenos de alegría, para ser felices en su amistad para siempre, perdieron el Paraíso, y con él todos los dones que Dios les había dado: la juventud eterna, la ausencia de dolor, la alegría, su amistad.

¿De qué pecado se trata? ¿Qué cosa es tan mala y tan fuerte, como para hacer caer del cielo de Dios, a miles de millones de ángeles y precipitarlos en el lago de fuego eterno que es el infierno?

¿Qué clase de pecado es aquél que hizo que Adán y Eva perdieran para siempre el Paraíso, y comenzaran a enfermarse, a sufrir dolores, a envejecer, a morir, a estar tristes porque se encontraron lejos de Dios?

Ese pecado tan terrible, tan poderoso y malo, que llena al ángel de luz de oscuridad, y al alma humana en gracia le quita la gracia, llenándola de tinieblas y de mal, es el orgullo.

El orgullo es el primer pecado cometido por un ángel en los cielos: Satanás.

¿Cómo sucedió?

Dios, que es Bondad, Amor y Sabiduría infinitas, creó un ángel, el más hermoso y el más inteligente de todos, a quien llamó Luzbel. Creó también a muchísimos otros ángeles, pero ninguno era tan inteligente y tan hermoso como él. Dios había creado los ángeles para que lo conocieran a Él, y se alegraran de conocerlo, y lo sirvieran y lo amaran por la eternidad. Dios no tenía necesidad de crear a los ángeles, porque Él es alegre en sí mismo, en la perfección de sus Tres Divinas Personas, y si creó a los ángeles, no es porque tuviera necesidad de ellos, sino porque quería que otros compartieran su felicidad. Los ángeles fueron creados como espíritus puros, llenos de la luz, del amor, de la alegría y de la vida divina. Eran todos hermosos y buenos.

Pero Luzbel, al verse así, creado con tanta perfección, se llenó en su corazón de algo que Dios no le había dado, y era el orgullo. El orgullo fue lo que lo llevó a decir: “¡No serviré a Dios! ¡No voy a obedecer! ¡Quiero hacer mi propia voluntad!¡Yo soy como Dios!”. El orgullo comenzó como una mancha negra, oscura, a la altura del corazón de Luzbel, y desde ahí fue esparciéndose a todo su espíritu angélico, contaminándolo todo y ensuciándolo todo, convirtiendo a todo su espíritu angélico en una cosa oscura, negra, de mal olor, como de algo que se comienza a descomponer. Sus alas, que eran blancas y hermosas, se ennegrecieron y se convirtieron en alas como de murciélago, con garras y pelos; todo su espíritu angélico, que era hermoso, se transformó en un cuerpo horrible, como de mil monstruos; pero lo peor de todo, fuero los cambios que experimentaron su corazón y su mente: el corazón, que antes de la rebelión estaba lleno de la luz y del amor de Dios, ahora se volvió una cosa oscura y maloliente, en donde sólo había tinieblas y odio a Dios; su mente, que antes se deleitaba en la contemplación de la hermosura de Dios, ahora se lamentaba y se dolía porque estaba llena de sí mismo. A muchos ángeles les pasó lo mismo, y es así como lo siguieron en su rebelión contra Dios.

Pero entonces apareció San Miguel Arcángel, el jefe de los ángeles buenos, quien, con voz potente, gritó: “¿Quién como Dios? ¡No hay nadie como Dios! Sólo Dios es el Ser infinitamente bueno y perfecto, Creador de todo el universo y Tres veces Santo!”.

Entonces hubo una lucha en el cielo, y ganaron San Miguel Arcángel y los ángeles buenos.

Luzbel cayó a la tierra, pero antes pasó por el Paraíso, y tentó a Adán y Eva con su mismo pecado de orgullo y soberbia, haciéndolos perder la gracia. Ese fue el pecado original, y fue la causa de que Adán y Eva perdieran el Paraíso, para ellos y para todos nosotros. También ellos, como el demonio en los cielos, dijeron en el Paraíso: “¡No serviremos a Dios! ¡No obedeceremos! ¡Queremos hacer nuestra voluntad!”. Y haciendo su propia voluntad, obtuvieron sólo dolor y tristeza.

Esto también nos puede pasar a nosotros, cuando nos rebelamos y no queremos obedecer, por caprichos, por pereza, o por el motivo que sea. La voz de Dios se escucha a través de los padres y a través de los mayores, y también a través de la conciencia, y si desobedecemos esa voz, habrá sólo tristeza y dolor para nosotros.

No seamos como el ángel malo, que no quiso obedecer a Dios; seamos como el ángel bueno, San Miguel Arcángel, y obedezcamos a Dios, que se nos manifiesta en nuestros padres y mayores y en la voz de la conciencia.

Para eso, tenemos que empezar por luchar contra nuestro orgullo y nuestra soberbia, que nos hace enojar cuando alguien nos hace una corrección. El orgulloso no soporta que alguien le diga que lo que está haciendo está mal, y que tiene que corregirse; el orgulloso no pide perdón si ofende a alguien; el orgulloso se enoja cuando alguien no piensa como él, o cuando no se hace lo que él dice y quiere.

El ejemplo opuesto al orgullo es la humildad de Jesús, que siendo Dios se hizo Niño para salvarnos, y también el ejemplo de la Virgen, que siendo la criatura más hermosa de todas, comprendidos ángeles y santos, se humilló a sí misma llamándose “esclava” del Señor.

Cuando somos orgullosos, nos parecemos al ángel caído; cuando somos humildes, nos parecemos a Jesús y a la Virgen.


[1] Cfr. Rüger, L., El maná del niño, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 254.

sábado, 3 de septiembre de 2011

El ejemplo de los jóvenes mártires de Uganda que murieron por rezar el Credo




El Credo, al que muchas veces rezamos de modo distraído, es un resumen de nuestra fe católica, de aquello en lo que creemos y en lo que esperamos.
¿Cuál es la primera oración del Credo? La primera oración dice así: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”.
Cuando aprendemos el Credo, y después, cuando lo rezamos, domingo a domingo, lo hacemos casi en forma distraída, como si fuera una costumbre, pero lo que no nos damos cuenta es que, en algunas partes, y en algunos casos, puede costar la vida. Pero frente a nuestra oración distraída y sin compromiso, hay quienes dieron sus vidas por la oración del Credo.
¿Pasó alguna vez que alguien, por rezar el Credo, fuera asesinado? Sí, pasó hace muchos años, en el año 1885, en África, ese lugar donde hace mucho calor y donde hay mucha selva y animales salvajes. En África, en un país llamado Uganda, unos jóvenes, de entre 10 a veinte años, murieron por rezar el Credo .
¿Qué fue lo que pasó?
Sucedió que había un rey, que era pagano, y como todo pagano, no creía en Jesucristo, que es el único Dios verdadero, sino que creía en muchos dioses. Pero creer en muchos dioses es igual a decir que creen en los demonios, como dicen los Salmos y San Pablo: “Los dioses de los gentiles son demonios” (cfr. 1 Cor 20, 21; Sal 95, 5), y por eso ser pagano, y creer en eso, es algo muy dañino para el alma.
En nuestros tiempos, son paganos los que creen en cualquier cosa menos en Jesús, como por ejemplo, los que creen en el Gauchito Gil, o en la Difunta Correa.
La cuestión es que un día este rey pasó cerca de un catequista que le estaba enseñando el catecismo a un niño. Al escuchar el nombre de Jesús, un demonio que acompañaba siempre al rey, lo hizo enojar mucho, y le dijo que le sacara una lanza a un soldado suyo que lo acompañaba –los reyes van siempre acompañados de soldados que lo cuidan- y que lo matara, lo cual hizo el rey de inmediato: con la lanza le atravesó el corazón al catequista, el que murió en el acto.
Pero el rey no estaba contento con esto; quería matar a todos los cristianos de su tierra, entonces al otro día, mandó que todos se reunieran en la plaza, y cuando estaban ahí, les dijo: “El que sea cristiano, que de un paso adelante”. Entonces diez jóvenes, de entre 10 y 20 años, que creían en Jesucristo, pasaron al frente. El rey mandó a sus soldados que los ataran y que envolvieran sus cuerpos con ramas secas y que les prendieran fuego.
Cuando los jóvenes estaban ya empezando a quemarse, empezaron todos a rezar el Credo: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”, y murieron rezando el Credo.
Pero estos jóvenes, como todo mártir, luego de morir, fueron al cielo, y por eso ahora y para siempre, los jóvenes son santos, porque fueron declarados mártires por el Papa en el año 1920, y se los conoce como “Los jóvenes mártires de Uganda”.
Cuando recemos el Credo en la Santa Misa, no lo hagamos tan distraídos y pensemos cómo, a los jóvenes mártires de Uganda, les costó la vida el poder rezarlo.