¿Qué fue lo que hizo que cientos de miles de millones de ángeles buenos, llenos de luz y de amor, se convirtieran en monstruos, en duendes, dragones, en seres bestiales, llenos de oscuridad y de odio?
Un pecado. Un solo pecado: el orgullo, llamado también soberbia.
Por un solo pecado, cientos de miles de millones de ángeles, creados en la luz de Dios para alegrarse eternamente en su presencia, fueron precipitados al infierno, en donde sufren y lloran por toda la eternidad[1].
Por un solo pecado, Adán y Eva, creados por Dios inmortales, sanos, fuertes, sin dolor, y llenos de alegría, para ser felices en su amistad para siempre, perdieron el Paraíso, y con él todos los dones que Dios les había dado: la juventud eterna, la ausencia de dolor, la alegría, su amistad.
¿De qué pecado se trata? ¿Qué cosa es tan mala y tan fuerte, como para hacer caer del cielo de Dios, a miles de millones de ángeles y precipitarlos en el lago de fuego eterno que es el infierno?
¿Qué clase de pecado es aquél que hizo que Adán y Eva perdieran para siempre el Paraíso, y comenzaran a enfermarse, a sufrir dolores, a envejecer, a morir, a estar tristes porque se encontraron lejos de Dios?
Ese pecado tan terrible, tan poderoso y malo, que llena al ángel de luz de oscuridad, y al alma humana en gracia le quita la gracia, llenándola de tinieblas y de mal, es el orgullo.
El orgullo es el primer pecado cometido por un ángel en los cielos: Satanás.
¿Cómo sucedió?
Dios, que es Bondad, Amor y Sabiduría infinitas, creó un ángel, el más hermoso y el más inteligente de todos, a quien llamó Luzbel. Creó también a muchísimos otros ángeles, pero ninguno era tan inteligente y tan hermoso como él. Dios había creado los ángeles para que lo conocieran a Él, y se alegraran de conocerlo, y lo sirvieran y lo amaran por la eternidad. Dios no tenía necesidad de crear a los ángeles, porque Él es alegre en sí mismo, en la perfección de sus Tres Divinas Personas, y si creó a los ángeles, no es porque tuviera necesidad de ellos, sino porque quería que otros compartieran su felicidad. Los ángeles fueron creados como espíritus puros, llenos de la luz, del amor, de la alegría y de la vida divina. Eran todos hermosos y buenos.
Pero Luzbel, al verse así, creado con tanta perfección, se llenó en su corazón de algo que Dios no le había dado, y era el orgullo. El orgullo fue lo que lo llevó a decir: “¡No serviré a Dios! ¡No voy a obedecer! ¡Quiero hacer mi propia voluntad!¡Yo soy como Dios!”. El orgullo comenzó como una mancha negra, oscura, a la altura del corazón de Luzbel, y desde ahí fue esparciéndose a todo su espíritu angélico, contaminándolo todo y ensuciándolo todo, convirtiendo a todo su espíritu angélico en una cosa oscura, negra, de mal olor, como de algo que se comienza a descomponer. Sus alas, que eran blancas y hermosas, se ennegrecieron y se convirtieron en alas como de murciélago, con garras y pelos; todo su espíritu angélico, que era hermoso, se transformó en un cuerpo horrible, como de mil monstruos; pero lo peor de todo, fuero los cambios que experimentaron su corazón y su mente: el corazón, que antes de la rebelión estaba lleno de la luz y del amor de Dios, ahora se volvió una cosa oscura y maloliente, en donde sólo había tinieblas y odio a Dios; su mente, que antes se deleitaba en la contemplación de la hermosura de Dios, ahora se lamentaba y se dolía porque estaba llena de sí mismo. A muchos ángeles les pasó lo mismo, y es así como lo siguieron en su rebelión contra Dios.
Pero entonces apareció San Miguel Arcángel, el jefe de los ángeles buenos, quien, con voz potente, gritó: “¿Quién como Dios? ¡No hay nadie como Dios! Sólo Dios es el Ser infinitamente bueno y perfecto, Creador de todo el universo y Tres veces Santo!”.
Entonces hubo una lucha en el cielo, y ganaron San Miguel Arcángel y los ángeles buenos.
Luzbel cayó a la tierra, pero antes pasó por el Paraíso, y tentó a Adán y Eva con su mismo pecado de orgullo y soberbia, haciéndolos perder la gracia. Ese fue el pecado original, y fue la causa de que Adán y Eva perdieran el Paraíso, para ellos y para todos nosotros. También ellos, como el demonio en los cielos, dijeron en el Paraíso: “¡No serviremos a Dios! ¡No obedeceremos! ¡Queremos hacer nuestra voluntad!”. Y haciendo su propia voluntad, obtuvieron sólo dolor y tristeza.
Esto también nos puede pasar a nosotros, cuando nos rebelamos y no queremos obedecer, por caprichos, por pereza, o por el motivo que sea. La voz de Dios se escucha a través de los padres y a través de los mayores, y también a través de la conciencia, y si desobedecemos esa voz, habrá sólo tristeza y dolor para nosotros.
No seamos como el ángel malo, que no quiso obedecer a Dios; seamos como el ángel bueno, San Miguel Arcángel, y obedezcamos a Dios, que se nos manifiesta en nuestros padres y mayores y en la voz de la conciencia.
Para eso, tenemos que empezar por luchar contra nuestro orgullo y nuestra soberbia, que nos hace enojar cuando alguien nos hace una corrección. El orgulloso no soporta que alguien le diga que lo que está haciendo está mal, y que tiene que corregirse; el orgulloso no pide perdón si ofende a alguien; el orgulloso se enoja cuando alguien no piensa como él, o cuando no se hace lo que él dice y quiere.
El ejemplo opuesto al orgullo es la humildad de Jesús, que siendo Dios se hizo Niño para salvarnos, y también el ejemplo de
Cuando somos orgullosos, nos parecemos al ángel caído; cuando somos humildes, nos parecemos a Jesús y a
[1] Cfr. Rüger, L., El maná del niño, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 254.
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