La Beata Alejandrina María da Costa, nacida en Balasar, Portugal, el 30 de marzo de 1904, dio testimonio de su gran amor por Jesucristo desde muy pequeña, pero fue a los 14 años de edad en donde tuvo oportunidad de manifestarlo con los hechos. Sucedió que tres hombres con perversas intenciones ingresaron en una habitación en donde se encontraba ella, pero Alejandrina, que amaba a Cristo por encima de las criaturas, y para conservar su pureza como signo de su amor, saltó por la ventana para escapar de sus agresores, pero al hacerlo, cayó mal, y se fracturó la columna, con lo cual quedó paralítica y postrada en cama hasta el fin de su vida, a los 45 años.
En los últimos 13 años de su vida, se alimentó únicamente con la Eucaristía, sin necesidad de probar ningún alimento terreno. Esto significa que Alejandrina, viviendo todavía en la tierra, vivía ya con su alma en el cielo, en donde el alimento de los ángeles y santos es la divinidad misma. Los ángeles y santos en el cielo no se alimentan con alimentos materiales, terrenos, sino con la substancia misma de Dios, es decir, lo que satisface su apetito espiritual es la visión y contemplación de la hermosura del Ser divino, y en esa contemplación encuentran todas su delicia. Alejandrina, que amaba muchísimo a Jesucristo, no necesitaba alimentarse de alimentos terrenos, porque su alimento era el Amor de Dios, que se le donaba todo entero en la Eucaristía, por medio del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
En los inicios de su enfermedad, a pesar de estar postrada en cama, a causa de la parálisis sufrida por escapar de sus agresores, Alejandrina no solo nunca se desesperó, sino que aumentó cada vez más su confianza y su amor en Jesús. Le decía así: “Puesto que Tú estás prisionero en el sagrario y yo estoy prisionera en mi cama por tu Voluntad, nos haremos compañía el uno al otro”.
Más tarde, comenzó a experimentar fenómenos místicos, que se volvieron cada vez más intensas: cada día viernes, experimentaba los sufrimientos de la Pasión, es decir, Jesús entraba en su alma y en su cuerpo, y le hacía sentir sus mismos dolores. Desde el año 1942 hasta su muerte, Alejandrina se alimentó exclusivamente de la Eucaristía, sin tomar ningún otro alimento.
Una vez, fue examinada y observada durante cuarenta días y noches de total ayuno por los médicos del Hospital Douro en Oporto, sin que sufriera ningún deterioro físico o psíquico a causa de esto.
Ofreciendo su enfermedad sin quejarse, y uniéndose a Jesús crucificado, Alejandrina se ofreció durante diez años como reparación Eucarística para la conversión de los pecadores; fue en ese entonces que se le apareció Jesús y le dijo: “Te he colocado en el mundo, para que vivas y te alimentes sólo de la Eucaristía, para que des testimonio al mundo de cuán grande es el poder de la Eucaristía. (…) Las cadenas más fuertes que atan a las almas a Satanás son las de la carne, es decir, las de la impureza. ¡Nunca jamás ha habido tanta cantidad de vicios, maldad y crímenes como hay ahora! ¡Nunca ha habido tanto pecado! ¡La Eucaristía es mi Cuerpo y mi Sangre! ¡La Eucaristía es la salvación del mundo!”.
Jesús también se le apareció a María el 2 de septiembre de 1949, con un Rosario entre sus manos, y le dijo: “El mundo está en agonía y está muriendo en pecado. Les pido oración y penitencia. Protege con el Santo Rosario a todos tus seres queridos y a todo el mundo”.
El 13 de octubre de 1995, en el aniversario de las apariciones de la Virgen en Fátima, se escuchó a Alejandrina que decía: “Estoy feliz, porque me voy al cielo”. Murió a las 07.30 de la tarde de ese mismo día. La Virgen la llevó al cielo, en recompensa por su amor a Jesucristo, demostrado en el ofrecimiento de su parálisis a Jesús crucificado, en la aceptación de sus dolores, en el rezo del Rosario, y en el hecho de alimentarse solamente de la Eucaristía, signo de que amaba a Dios por sobre todas las cosas.
Con toda seguridad, no podremos imitar a Alejandrina en su ayuno y en el hecho de que sólo se alimentaba de la Eucaristía, pero sí podemos imitarla en el amor a la pureza, por amor a Jesús, en el rezo del Rosario todos los días, y en el amor a la Eucaristía, comulgando tantas veces como sea posible.
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