Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

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sábado, 22 de octubre de 2011

La Comunión frecuente nos preserva del pecado mortal



Vamos a repasar un poco de Ciencias Sociales.

¿Cómo es el despegue de un cohete? Seguramente que lo han visto en algún documental: antes de partir, se hace una cuenta regresiva, que comienza horas antes del despegue, y cuando llegan los últimos diez segundos, todo el mundo empieza a contar, desde el diez: “Diez, nueve, ocho…”, hasta que se llega al cero y el cohete despega.

El momento del despegue es algo grandioso, porque para que el cohete pueda subir hasta el cielo, se necesita algo que lo empuje desde abajo, y ese empujón se lo el combustible que se enciende. Como tienen que ir muy alto, y debido a que son muy pesados, llevan mucho combustible, el cual al encenderse, forma una gran llamarada de fuego, que se hace más grande y alta a medida que el cohete empieza a despegar.

Algunas veces, la columna de fuego puede alcanzar la altura de varios pisos de un edificio.

Si no se formara esta columna de fuego, el cohete no podría despegar. ¿Cuál es el motivo? La fuerza de gravedad de la tierra. ¿En qué consiste?

En que la tierra posee como un imán, muy poderoso, que hace que los cuerpos materiales se sientan atraídos hacia el centro de la tierra, y no puedan elevarse en vuelo. En el caso de las aves, pueden hacerlo porque tienen alas, pero el resto de los seres creados, no lo puede hacer, no puede volar, a menos que se suba a un avión o a un cohete.

Y estos aparatos pueden vencer esa fuerza de atracción terrestre, porque poseen un combustible que, al encenderse, produce la columna de fuego que los aleja de la tierra y los acerca al cielo.

La fuerza de atracción es necesaria, porque si no, no podríamos caminar ni hacer nada en la tierra, como les sucede a los astronautas en la luna, pero también nos dificulta el poder volar, porque nos vuelve pesados para elevarnos.

¿Qué sucede cuando una nave espacial, impulsada por el poderoso chorro de fuego de sus cohetes propulsores, sale de la órbita terrestre?

Lo que sucede es que, a medida que va subiendo al cielo, escapa de la fuerza de atracción de la tierra, la cual se anula completamente, y tanto más, a medida que se acerca al sol, volviéndose los cuerpos de los astronautas, ligeros como una pluma[1].

¿Por qué usamos este ejemplo?

Porque con la comunión sucede algo similar al cohete que despega: nos da fuerza para escapar de la atracción de las cosas de la tierra, nos preserva del pecado mortal, y nos alivia el alma.

En la comunión, recibimos una poderosa fuerza del cielo, que nos da Jesús, y es la gracia santificante, que es lo que nos da la fuerza para apartarnos de las cosas materiales y terrenas, las cuales, a medida que subimos en santidad, nos parecen cada vez más pequeñas y sin atractivo, como cuando alguien va ascendiendo en un avión, y ve por la ventanilla las casas, los autos, los animales y las personas, cada vez más chicos.

En otras palabras, la gracia santificante de la comunión nos hace ver las cosas materiales como cosas sin valor, como extraños e inservibles objetos de plástico barato que sólo sirven para ser arrojados al cesto de residuos.

Y así como un astronauta, a medida que escapa de la fuerza de atracción de la tierra, se siente ligero como una pluma, hasta el punto de flotar en el interior de la nave, así el alma, inundada por la gracia santificante que la aleja de la fuerte atracción que ejercen las cosas materiales, se siente ligera y libre de todo peso.

Es por esto que la comunión preserva del pecado mortal, puesto que la Eucaristía frena la atracción hacia debajo de las pasiones desordenadas (concupiscencias), consecuencias del pecado original.

Al mismo tiempo, así como la nave se acerca cada vez más al sol, así nosotros, al comulgar, no sólo nos alejamos del pecado, sino que nos acercamos cada vez más a ese Sol de Amor infinito que es Jesús Eucaristía.

Estas son las razones por las que tenemos que comulgar frecuentemente: porque la Eucaristía nos aparta del pecado mortal y nos acerca al Amor de Dios.

Pero para comulgar, debemos luchar contra el pecado venial y contra las imperfecciones, por el siguiente motivo.

Las imperfecciones –que pueden fácilmente convertirse en pecados veniales- son esas faltas –desidia o desinterés en la oración, resistencia egoísta a ayudar al prójimo, falta de esfuerzo para vencer nuestra irritabilidad o impaciencia, vanidad infantil en nuestro aspecto o apego excesivo a nuestros talentos, rencores, intemperancia, murmuraciones con ribetes de malicia-, que muestran que nuestro amor a Dios es todavía imperfecto[2], y que no hemos comprendido aún que el amor a Dios pasa por el amor que tengamos al prójimo, según el primer mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.

Pueden parecer poca cosa, pero estas imperfecciones son un verdadero obstáculo para el aprovechamiento de la comunión sacramental, ya que se comportan como tierra en el fondo de un vaso de cristal con el cual sacamos agua de un manantial de agua límpida: por más limpia que esté el agua, al contacto con la tierra, esta la enturbia, perdiendo su condición original cristalina.

En otras palabras, las imperfecciones –desidia, impaciencia, enojos, egoísmo, etc.-, nos impiden recibir todo el caudal infinito de gracias que se nos comunica en cada comunión eucarística[3], y por eso debemos erradicarlas, y este momento de la Misa es propicio para hacer este propósito.

Nuestra alma es finita, y por eso, por su propia naturaleza, no puede recibir las infinitas gracias que nos concede cada comunión eucarística, pero por el mismo motivo, debemos luchar para que nuestro vaso, más pequeño o más grande, es decir, nuestra alma, esté libre al momento de comulgar, para que pueda atrapar la mayor cantidad de agua cristalina, es decir, de gracias, que proporciona cada Eucaristía[4].

Una sola comunión podría convertirnos en los más grandes santos, e incluso hacernos morir de amor, para pasar a la feliz eternidad en el cielo en el momento mismo de la comunión, como le sucedió a Imelda Lambertini, pero si no sólo no nos sucede eso, sino, por el contrario, vemos que comulgamos con frecuencia, pero no avanzamos en el camino de la santidad, es decir, del amor a Dios y al prójimo, entonces quiere decir que ese vaso de cristal, que es nuestra alma, tiene un poco de tierra, que son los pecados veniales y las imperfecciones. Tenemos que luchar contra ellos, para que así nuestra alma pueda quedar llena de esa agua cristalina que es el Amor de Dios que se derrama en nuestro corazón en cada Eucaristía.


[1] Cfr. Trese, o. c., 464.

[2] Cfr. Trese, L. J., La fe explicada, Ediciones Rialp, Madrid20 2001, 480.

[3] Cfr. Trese, ibidem.

[4] Cfr. ibidem.

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