(Domingo
XXIX – TO – Ciclo C – 2016)
Jesús nos enseña que debemos rezar a Dios, pero que si nos
parece que Dios demora en darnos lo que pedimos –por supuesto que siempre
tienen que ser cosas buenas, útiles para la salvación del alma-, no debemos
perder el ánimo. Por el contrario, debemos continuar rezando, sabiendo que Dios
siempre escucha las oraciones –pero escucha más a las oraciones que le
dirigimos a través de la Virgen-, porque Él es un Dios Justo y Misericordioso,
que no dejará de darnos lo que en justicia nos sea conveniente para nuestra
salvación.
Hay muchas personas que rezan a Dios pidiéndole algún favor,
pero como Dios no les concede en el tiempo que ellas quieren, se cansan y dejan
de rezar. Pero no es esto lo que nos dice Jesús, sino lo contrario: que debemos
rezar sin desanimarnos. Un ejemplo de oración perseverante y sin desánimo es la
mamá de San Agustín (dicho sea de paso, es el ejemplo para toda madre): rezó
durante treinta años pidiendo por la conversión de su hijo, porque veía que iba
por mal camino: iba de fiesta con malas compañías, formaba parte de sectas,
tuvo dos hijos sin estar casado, no asistía a la Iglesia, no se confesaba, no
comulgaba. Santa Mónica veía que Agustín, de seguir así, se iba a condenar, y
eso le causaba mucho dolor, porque se iba a separar de su hijo para siempre, y
por eso le pedía a Dios, día y noche, con llantos y con sacrificios, por su
conversión. Pero Santa Mónica no rezó ni un día, ni dos; tampoco un año, o
cinco años: rezó por treinta años seguidos. Finalmente, Dios le concedió mucho
más de lo que pedía –en un segundo cambió su vida, en un “abrir y cerrar de
ojos”, como dice Jesús-, porque su hijo no solo se convirtió, sino que fue uno
de los santos más grandes de la Iglesia Católica.
Santa Mónica es ejemplo para toda madre, primero porque reza
por su hijo, y después, porque no pide para su hijo una buena esposa –lo cual
no estaría mal que lo hiciera-, ni tampoco un buen trabajo, ni una vida sin
problemas económicos: pide para su hijo la conversión del corazón, que es la
gracia más grande que puede un alma recibir en esta vida, porque significa que
esa persona ya no se alejará de Jesús, su Salvador y que así entrará en el
Reino de los cielos. Además, con su oración perseverante durante treinta años,
Santa Mónica es el ejemplo perfecto de cómo tenemos que hacer oración sin
perder el ánimo, llevados por la confianza y el amor de Dios, porque sabemos
que Dios nos ama y que escucha y concede lo que le pedimos para nuestra
salvación, siendo así verdad el dicho: “De Dios obtenemos lo que de Dios
esperamos”. Santa Mónica nos enseña –y sobre todo a las madres-, no sólo lo que
hay que pedir, sino también que la solución a la inseguridad –que se deriva del
alejamiento de Dios- no se resuelve, en última instancia, con medios humanos,
sino sobrenaturales, porque su hijo abandona el mal camino cuando se convierte,
es decir, cuando su corazón, movido por la gracia, comienza a contemplar y a
amar a Jesús.
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