Recordamos que si bien estos sermones están adaptados para niños y jóvenes, los primeros destinatarios son los padres de familia, puesto que ellos son responsables por la guía y la salvación de las almas de sus hijos. Los primeros catequistas de los niños no son ni el cura ni los catequistas de la parroquia: son los padres. Los padres son los responsables de convertir a cada casa en una “iglesia doméstica”, en donde se aprenda a amar a Jesucristo. Los padres son quienes deben dar ejemplo de pureza y de santidad en sus hogares, y ejemplo de fe y de devoción. Es un deber que se deriva de su estado de vida, y no pueden descuidar este deber, porque si no educan en la fe a los hijos, los educarán otros en otra fe, una fe que no conduce al cielo.
¿Qué hay después de esta vida? Sólo dos caminos: o cielo, o infierno. Muchos hoy dicen que el infierno no existe, o que el infierno está vacío; muchos dicen que Dios es tan pero tan bueno, que no puede mandar a nadie al infierno. Hoy se dicen muchas cosas que no son ciertas:
El infierno existe, porque Jesús así lo reveló en
El cielo nos avisa de la existencia del infierno por diversos caminos. Por ejemplo, las apariciones de
El viernes 13 de julio de 1917, la Virgen se apareció a tres pastorcitos en un pueblito que se llama Fátima. En esta aparición
Ella estaba tan atemorizada que pensó que moriría. María dijo a los niños: “Ustedes han visto el Infierno a donde los pecadores van cuando no se arrepienten”.
Los santos también nos avisan de la existencia del infierno. Por ejemplo, Santa Teresa de Ávila, quien en vida fue transportada por el Espíritu de Dios al mismo infierno, al lugar que estaba reservado para ella si seguía portándose mal: “Estando un día en oración, dice, me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio; mas aunque yo viviese muchos años, me parece imposible poder olvidárseme.
Parecíame la entrada a manera de un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y obscuro y angosto. El suelo me parecía de una agua como lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él. Al cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de una alacena, adonde me vi meter en mucho estrecho. Todo esto era delicioso a la vista en comparación de lo que allí sentí: esto que he dicho va mal encarecido.
Esto otro me parece que aun principio de encarecerse cómo es; no lo puede haber, ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es, los dolores corporales tan incomportables, que por haberlos pasado en esta vida gravísimos, y según dicen los médicos, los mayores que se pueden pasar, porque fue encogérseme todos los nervios, cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aún algunos, como he dicho, causados del demonio, no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver de que había de ser sin fin y sin jamás cesar. Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible, y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo lo encarecer; porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco; porque ahí parece que todo os acaba la vida, mas aquí el alma mesma es la que se despedaza.
El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior, y aquel desesperamiento sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quien me los daba, mas sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor.
Estando en tan pestilencial lugar tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en este como agujero hecho en la pared, porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mesmas, y todo ahoga: no hay luz, sino todo tinieblas oscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve.
No quiso el Señor entonces viese más de todo el infierno, después he visto otra visión de cosas espantosas, de algunos vicios el castigo: cuanto a la vista muy más espantosas me parecieron; mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor, que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo. Yo no sé como ello fue, más bien entendí ser gran merced, y que quiso el Señor que yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia; porque no es nada oírlo decir, ni haber ya otras veces pensado diferentes tormentos, aunque pocas (que por temor no se llevaba bien mi alma), ni que los demonios atenazan, ni otros diferentes tormentos que he leído, no es nada con esta pena, porque es otra cosa: en fin, como de dibujo a la verdad, y el quemarse acá es muy poco en comparación de este fuego de allá.
Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es así, que me parece el calor natural me falta de temor, aquí donde estoy; y así no me acuerdo vez, que tenga trabajo ni dolores, que no me parezca nonada todo lo que acá se puede pasar; y así me parece en parte que nos quejamos sin propósito. Y así torno a decir, que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho; porque me ha aprovechado muy mucho; así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor, que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles”.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña: “Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cfr. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra ‘infierno’”.
¿Qué hacer para no ir al infierno?
Primero que nada, tenemos que ser buenos con los demás, porque Jesús dice que van a entrar en el cielo aquellos que ayuden a los demás: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, sed, y me disteis de beber, enfermo, y me visitasteis…”.
Además de Jesús, es
En otra aparición a un santo, San Simón Stock,
Por supuesto que el Escapulario no se puede llevar de cualquier manera: hay que tratar de imitar a Jesús, hay que tratar de ser como Jesús, hay que tratar de imitar a
Entonces, para salvarnos, para no ir al infierno, y para ir al cielo, debemos hacer tres cosas: ser buenos con los demás, rezar el Rosario, y usar el escapulario. El Rosario y el Escapulario son entonces como dos grandes alas que nos regala Dios para que volemos al cielo.
Usemos siempre el escapulario de
Señor te pido desde lo mas profundo de mi corazon, que mi hija haga su embarazo bien y sobre todo que el bebito nazca sanito bajo tu proteccion y bajo el manto de preciosima virgen Maria, te pido que oigas mis suplicas, gracias te doy Señor por todo.
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