Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

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sábado, 26 de mayo de 2012

La Santa Misa para Niños (X) Oración universal y presentación de las ofrendas




Oración universal.

En esta parte de la Misa nos acordamos del Pueblo Elegido –los hebreos-, cuando atravesaba a pie el desierto para llegar a la Tierra Prometida, Jerusalén. En ese entonces, los hebreos iban conducidos por una nube luminosa que los guiaba en el camino, y eran alimentados por el maná, un alimento milagroso venido del cielo.
Ahora nosotros, por Jesús, somos el Nuevo Pueblo Elegido, que peregrina tamibén en un desierto, el desierto de la vida, en dirección a Jerusalén, pero no la de la tierra, sino la Jerusalén Celestial, y como los hebreos, también somos guiados por una nube luminosa, la Virgen María, y somos alimentados con el maná verdadero, el Pan bajado del cielo, el Cuerpo de Jesús en la Eucaristía.
Como somos el Pueblo de Dios, en este momento le rezamos a Dios Uno y Trino para que no nos deje solos en nuestro caminar hacia la Jerusalén del cielo, y le pedimos también por nuestras necesidades, sobre todo las espirituales, las que más necesitamos para llegar al Cielo.
Es importante saber que, por el bautismo, somos sacerdotes, profetas y reyes, porque estamos unidos a Cristo que es Sacerdote, Profeta y Rey, y por lo tanto nuestra oración tiene mucha importancia ante Dios Trinidad, porque es la “oración de los fieles”[1].
¿Y cuando pedimos, qué tenemos que pedir? Nos lo dice la misma Iglesia: “por las necesidades de la Iglesia; por los que gobiernan y por la salvación del mundo; por los que sufren por cualquier dificultad; por la comunidad local, y por alguna intención particular”[2].
Con esta oración que hacemos en este momento, no hace falta hacer ninguna “cosa rara”, como por ejemplo, aplaudir, bailar, o cosas por el estilo, porque con la oración nos unimos fuertemente a Jesús, que por nosotros intercede ante el Padre.
Pero además de pedir, podemos hacer otra cosa, más importante que pedir: ofrecernos como “víctimas”, junto a Jesús, que es “Víctima perfecta” en la Cruz, para la salvación del mundo[3].



Presentación de las ofrendas.

¿Qué es una “ofrenda”?
La ofrenda es un regalo que hacemos a Dios Uno y Trino para expresarle nuestro respeto y nuestro amor, porque Dios es infinitamente bueno para con nosotros. Es algo parecido a cuando queremos agasajar a nuestros papás por alguna ocasión especial, como por ejemplo, en sus cumpleaños: les hacemos un regalo, para demostrarles que los amamos y los respetamos.
Presentamos ofrendas porque tenemos para con Dios un deber de amor y una deuda de gratitud, debido a la enorme cantidad de bienes y de regalos que Él nos hace cada día, todos los días, desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos, y también mientras dormimos. Por ejemplo, son muestras del Amor de Dios el solo hecho de que el sol salga en el horizonte; que la luna ilumine con su luz plateada y de que las estrellas brillen en la noche; que los pájaros canten en los árboles; que la tierra siga girando sobre su eje; que existan paisajes tan hermosos; que podamos saborear las ricas frutas; que podamos alimentarnos con los frutos de la tierra; que existan animales que son útiles para la vida y que además nos hacen compañía…
Solo por estas cosas somos deudores de Dios, de su bondad sin límites.
Pero además de todo esto, que son regalos maravillosos de Dios –los podemos llamar “naturales” o “de la naturaleza”-, hay otros regalos todavía más maravillosos, regalos del cielo, y por eso se llaman “celestiales” o “sobrenaturales”: haber sido adoptados por Dios en el Bautismo, lo cual quiere decir que Dios Padre Todopoderoso ¡es nuestro Padre!; recibir la Palabra de Dios en la Iglesia; recibir el Pan de Vida eterna en cada Santa Misa; recibir el Corazón de Jesús, lleno del Amor de Dios, en cada Eucaristía, y así podríamos seguir días y días contando los bienes de todo tipo que de Dios Trino hemos recibido.
Por todo esto, nuestra deuda de amor y de gratitud para con Dios es infinita e imposible de pagar, y es para saldar esta deuda que presentamos las ofrendas.
Y si presentamos el pan y el vino, ¿quiere decir que con ellos “pagamos” nuestra deuda con Jesús?
No, jamás podríamos saldar la deuda de amor con Dios con simplemente pan y vino. Entonces, ¿para qué presentamos el pan y el vino? Para que sean convertidas en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.
¿Cuándo sucede esto? En el momento de la consagración, cuando el sacerdote dice: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, porque ahí es cuando el Espíritu Santo, con su poder de Dios, convierte el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. Y esta sí es una ofrenda digna de Dios, y agradable a sus ojos.
Cuando presentamos el pan y el vino, tenemos que saber que estos tienen que ser transformados por el Espíritu Santo para que puedan subir al Cielo.
 Esto sucede en la consagración eucarística, en el altar: el pan y el vino son transformados por el fuego del Espíritu Santo y son convertidos en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Es decir, la ofrenda con la que agradaremos a Dios y le daremos retribución por su bondad, no son el pan y el vino, porque en sí mismos no tienen ningún valor y nunca podríamos pagar la deuda de amor que tenemos con Dios. En cambio, cuando el pan y el vino se convierten, por la transubstanciación, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, con esto sí podemos saldar la deuda de amor con Dios Trino. Y con esta ofrenda santa, agradabilísima a Dios, no solo saldaremos nuestra deuda de amor, sino que quedaremos con saldo a nuestro favor.



[1] Cfr. OGMR, 69.
[2] Cfr. OGMR, 69.
[3] La fórmula utilizada en la OGMR promulgada en 1969 por Pablo VI define a la misa como “acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado”.

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