Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

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sábado, 5 de mayo de 2012

La Santa Misa para Niños (VIII) Liturgia de la Palabra


         Ahora comienza una parte de la Misa que se llama “liturgia de la Palabra”. Para aprovecharla, tenemos que estar muy atentos, como cuando alguien está por recibir una noticia muy importante, y muy linda, porque le están por anunciar algo maravilloso.
¿Cómo qué es esta parte de la Misa? Imaginemos que un padre, muy pero muy bueno, que está en un lugar lejano, escribe una carta a sus hijos, que están en un lugar muy peligroso, a punto de morir de hambre y de frío, y rodeados de animales salvajes.
Imaginemos que este padre les escribe para decirles que se alegren, porque Él ya está en camino, y ha venido para salvarlos y para rescatarlos[1],[2].
¿Quién es el que anuncia una noticia? El que anuncia, a través de las lecturas, es nada menos que Dios. Las lecturas que se leen en la Misa no fueron inventadas por seres humanos, sino que fueron dictadas por Dios Espíritu Santo en Persona, y por eso es tan importante escuchar qué es lo que dice.
Las Escrituras entonces son como una “carta” escrita por Dios, como cuando un papá, que está lejos, escribe a sus hijos queridos, anunciándoles una hermosa noticia.
Y aquí viene la otra pregunta: ¿para quién es la “carta” que escribió Dios, dictándola a sus amigos hace mucho tiempo? Para nosotros. Toda la Biblia, y por supuesto todas las Lecturas sagradas que escuchamos en la Misa, es una enorme carta de amor que nos escribe Dios para cada uno de nosotros. Cuando escuchamos las Lecturas de la Misa, tenemos que escucharlas como si hubieran sido escritas para cada uno de nosotros, personalmente.
¿Cuál es la “noticia” que nos comunica Dios en las Lecturas y en la Sagrada Escritura? Es una “buena noticia”, la Buena Noticia de la salvación de Jesucristo. Toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, habla de esta noticia: Jesús ha venido a nuestro mundo para salvarnos, para vencer a los tres grandes enemigos que tenemos los seres humanos: el demonio, el pecado y la muerte.
Pero hay algo más: además de anunciarnos una gran noticia, Dios nos alimenta con su Palabra, porque la Palabra de Dios es algo que tiene vida eterna, vida del cielo, que hace que la persona que la escucha en esta tierra, viva ya con un pedacito de cielo en el corazón.
Y otra cosa más: como sucede a lo largo de toda la Misa, también aquí necesitamos el auxilio de la gracia para no confundir la Palabra de Dios con voces humanas. Antes de escuchar la Palabra de Dios, tenemos que pedir el auxilio del Espíritu Santo para no confundirnos y creer que la Palabra de Dios es invento de los hombres.
        

Silencio.

Antes de las lecturas bíblicas, todos hacemos silencio. ¿Por qué es necesario el silencio? Porque Dios no está en el bullicio, en los gritos, en las voces destempladas, y tampoco se lo puede escuchar en medio de la dispersión exterior. Dice el Santo Padre Benedicto XVI que Dios “habla en el silencio”[3]. No podemos escuchar de cualquier manera, ya que es Dios quien habla, y lo que dice lo dice para cada uno en persona.
¡Dios está por hablarnos! ¿Qué diríamos si nos enteramos que un personaje famoso, como el mejor futbolista del mundo, al que más admiramos, o que el más renombrado actor de películas, o un conocido multimillonario, o el presidente de nuestro país, acaban de comunicar que viene a nuestro encuentro para hablar con nosotros? ¿Acaso estaríamos distraídos, o fingiríamos que no nos importa? ¿No saltaría de gozo nuestro corazón? Y cuando lo tuviéramos enfrente, y nos comenzara a hablar, ¿se nos ocurriría dejarlo hablando solo, para nosotros retirarnos? ¿Se nos ocurriría no prestarle atención para revisar la casilla de correo de nuestro celular? ¡Por supuesto que no! ¡Estaríamos más que atentos a lo que nos dijera, y por supuesto que haríamos silencio, para no perdernos ni una palabra suya! ¡Y además, nuestro corazón saltaría de alegría!
Pues bien, si para escuchar a alguna persona que para nosotros es importante, haríamos silencio, ¡cuánto más debemos hacer silencio para escuchar a Dios, que nos habla a través de las lecturas bíblicas y a través del Evangelio!
En la Escritura, por ejemplo, el profeta Elías, refugiado en una caverna, escucha el huracán, siente el temblor del terremoto y ve el fuego, pero en ninguno de esos está Dios; sí está, en cambio, “en el susurro de la suave brisa” –símbolo del silencio-, y cuando el profeta lo reconoce se cubre el rostro con el manto, porque se considera indigno de ver la majestad de Dios.
Dice así el pasaje: “Le dijo: ‘Sal y ponte en el monte ante Yahveh’. Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz  que le dijo: ‘¿Qué haces aquí, Elías?’” (1 Re 19, 11-12). Elías reconoce a Dios en la dulzura de la brisa –la humildad, la sencillez, el amor-, y lo puede reconocer porque él mismo está en silencio; Elías sabe que Dios no está en el huracán, en el terremoto, en el fuego –símbolos de la soberbia, la ira, el odio-, y lo puede saber porque su alma vibra con la vibración divina: en él hay silencio, tanto exterior como interior.
De otro modo, no podría ser percibido Dios, así como no puede ser percibido el ligero viento si se está hablando continuamente, de modo disperso, en alta voz. Esta es la razón por la que la asamblea hace silencio antes de las lecturas, para imitar al profeta Elías que quiere escuchar a Dios.
El silencio –interior y exterior- es entonces absolutamente necesario para que podamos escuchar la Palabra de Dios, Jesucristo, quien se hará Presente por medio de las lecturas bíblicas[4]

Lecturas bíblicas.
        
La Sagrada Escritura es una “carta” escrita por Dios y dirigida personalmente para cada ser uno. En la Santa Misa se leen párrafos del Antiguo y del Nuevo Testamento, porque no solo no hay entre ellos disonancia alguna, sino que ambos están unidos de modo indisoluble, de manera tal que uno es iluminado por el otro, de forma recíproca. Por medio de las lecturas el Pueblo de la Nueva Alianza escucha a su Dios, que se pronuncia con su Palabra, tal como lo hacía Yahvéh con el Pueblo Elegido, y tal como lo hacía Jesucristo con sus contemporáneos. La disposición del alma debe ser, pues, la de aquel que está deseoso de escuchar a su Dios, quien le descubre los tesoros de su amor a través de la Sagrada Escritura: “Por las lecturas se prepara para los fieles la mesa de la Palabra de Dios y abren para ellos los tesoros de la Biblia”[5].

Salmo responsorial.

Para la comunidad monástica, la recitación de los salmos implica reafirmar la verdad de que el monje está en el monasterio para buscar a Dios[6].
Esto, que se da entre los monjes, en la recitación del Oficio Divino, también es realidad para la asamblea que, por el salmo responsorial asciende, de grado en grado, a la contemplación de su Dios que en pocos momentos más, se manifestará sobre el altar como Pan de Vida eterna.

Aclamación antes de la lectura del Evangelio.

Antes de escuchar el Evangelio entonamos el “Aleluya” que significa “alegría”, y expresa el estado espiritual y de ánimo –gozo, exaltación, alegría- en el que nos encontramos en este momento de la Misa porque es Jesús en Persona quien habla a través del Evangelio[7]. Para muchos, les parecerá extraño que quienes están en Misa se alegren, porque tienen una idea equivocada de lo que es la Misa y Dios Trino, en quien se origina la Misa. La Misa no es, como muchos lo suponen, algo "aburrido" o "serio", en el que hay que inventar cosas -palabras, gestos, movimientos, canciones, y hasta ¡disfraces!- para que sea menos "aburrida".
La Misa es causa de alegría y de una alegría infinita porque se trata nada menos que de la renovación del sacrificio en Cruz de Jesús, sacrificio por el cual nos redimió y nos abrió las puertas del Cielo. La alegría, por este motivo, es algo propio de la Misa y de quien asiste a ella.
El momento de escuchar el Evangelio es un momento de gran alegría, una alegría mucho más grande que saber que la selección ganó un campeonato mundial, mucho más grande que cualquier alegría mundana y terrena, porque la alegría de escuchar a Jesús que es Dios no es la alegría del mundo; es la alegría que surge del Domingo de Resurrección; es la alegría de saber que Cristo, con su muerte en cruz, ha resucitado, y ha vencido para siempre a los enemigos mortales del hombre, la muerte, el pecado y el demonio.
La alegría del cristiano es la alegría que anuncian los ángeles a los pastores en la fría noche de Belén: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 11-12), no tanto porque esa noche se haga presente, sino más bien porque lo que se hace presente es la realidad sobrenatural de Dios Hijo encarnado, que renueva su encarnación y su nacimiento virginal en el misterio del altar.
Todavía más, el Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, decía que si realmente supiéramos cuánto vale una Santa Misa, nuestra alegría sería tan grande que nuestro corazón no resistiría, y nos moriríamos de tanta dicha y gozo: “Si conociéramos el valor de La Santa Misa nos moriríamos de alegría”.
Verdaderamente, tendríamos que morir de alegría con el solo hecho de saber que Jesús, que está por hablar en el Evangelio, vendrá en pocos minutos más, sobre el altar, con su Cruz, con la cual ha vencido al demonio, nos ha perdonado los pecados, nos ha concedido ser hijos de Dios, y nos ha abierto las puertas del Cielo.
Cuando cantamos el “Aleluya” expresamos la alegría celestial que nos viene al escuchar la Palabra de Dios, porque “Dios es alegría infinita”[8], y escuchar su Palabra, es ya tener de esa misma alegría en el corazón. ¿Qué sucedería si Dios no nos hablara? ¿Qué sucedería si Dios, al ser ofendido por nosotros, no nos perdonara y se quedara mudo y sin hablarnos más? ¡Cuánta tristeza invadiría nuestras almas, al no tener palabras de vida eterna, palabras de esperanza, de luz, de vida y de amor! Pero Dios nos ha perdonado en Jesús, y la prueba es su muerte en Cruz, y nos habla a través de Jesús, a través de su Sangre derramada, y ése es el motivo de nuestra gran alegría.
La alegría de la Misa viene al alma cuando contemplamos y adoramos a Dios Uno y Trino, y así vemos cómo la Misa no es ni “aburrida” ni “seria”, sino alegre, con una alegría celestial, que viene del Corazón mismo de Dios. En la Misa nos alegramos con la misma alegría de los ángeles, porque para ellos, adorar y contemplar a Dios no significa cansancio, aburrimiento, ni nada de lo que en nuestra ignorancia nos imaginamos; por el contrario, significa para estos seres espirituales y puros como una “explosión” de alegría que no finaliza nunca; para ellos, contemplar a Dios Trino significa exaltar de gozo y de felicidad a cada momento, sabiendo que nunca habrá de terminar, porque la alegría de ver a Dios y gozar de su hermosura es para siempre.
Cuando entonemos el Aleluya, nos acordemos de nuestros ángeles custodios, que se alegran ante Dios y, llenos de “santa envidia” por su gozo, pidámosle que nos contagien un poco de él, para que también nosotros exultemos de felicidad por la hermosura de Dios Trinidad.
Pero además de alegrarse por la visión de la hermosura del ser trinitario de Dios, los ángeles se alegran por otra cosa más, y es por los pecadores que se convierten. Así lo dice el Evangelio: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por cien justos que no necesitan conversión” (cfr. Lc 15, 7)[9].
         Esta parte de la Misa, entonces, nos tiene que llevar a hacernos esta pregunta: ¿cómo estará nuestro ángel? Seguro que feliz, porque contempla a Dios Trino, pero, ¿estará feliz por nosotros? ¿O seremos nosotros los que le damos una ocasión de quitarle un poco de su alegría cuando se acerca por nuestro mundo?
         Tenemos la libertad de hacer que nuestro ángel se sienta alegre o triste, si vivimos o no en gracia, y si vivimos en gracia, nuestro ángel nos hará participar de su alegría de ver a Dios Trino por la eternidad, como un anticipo de esa misma alegría que vamos a tener nosotros si vamos al cielo.
         Acudamos a Misa en gracia, para participar plenamente de la felicidad y de la alegría de Dios Trino, la misma felicidad y alegría que experimentan nuestros ángeles custodios.




[1] “(Cristo) Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla”; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, 7.
[2] Cfr. OGMR, 55.
[3] Cfr. Ratzinger, J., Audiencia general del miércoles 10 de agosto, L’Osservatore Romano, Año XLIII, número 33, 14 de agosto de 2011, 8.
[4] Cfr. OGMR, ibidem, 56.
[5] Cfr. OGMR, ibidem, 57.
[6] Cfr. Merton, T., Il pane nel deserto, Garzanti Editore, Milán 1962, 18.
[7] Cfr. OGMR, ibidem, 62.
[8] Cfr. Santa Teresa de los Andes, Escritos, 14-05-1919; en Marino Purroy, R., Teresa de los Andes cuenta su vida, Ediciones Carmelo Teresiano, Santiago de Chile 1992, 137.
[9] Cfr. Scheeben, M., J., Las maravillas de la gracia divina, Editorial Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, 347-348.

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