Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

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viernes, 11 de noviembre de 2011

Santa Misa de Primeras Comuniones


¿A qué podemos comparar la Primera Comunión?

A la visita de un ser muy querido, al cual hace mucho tiempo que no vemos. Puede ser, por ejemplo, papá, mamá, algún hermano, algún abuelo, primo, tío, o algún amigo, que regresan luego de un viaje que ha durado mucho tiempo, y viene de un lugar muy lejano y muy lindo.

Pensemos en el ser más querido de nuestras vidas, pero para nuestra historia, nos quedemos con la imagen de un querido amigo. Viene a nuestro encuentro, y aunque no hemos visto nada, nos han dicho que nos trae regalos hermosísimos del lugar donde estuvo, y los que han visto los regalos que nos trae, se han quedado sorprendidos, y tan sorprendidos, que nos dicen: “¡No vas a poder creer cuántos regalos te trae, y cuando los veas, no vas a poder decir ni una palabra, de tan contento que vas a estar!”. Estamos ansiosos por los regalos que nos trae, pero más lo estamos por su presencia, porque nos quiere tanto este ser, que su sola presencia es ya un regalo.

Con esta expectativa, nos apuramos por arreglar la casa, nuestra habitación, y también nos preocupamos por estar limpios y perfumados, con la ropa impecable y los zapatos brillantes, para cuando llegue.

¿Qué pasa cuando llega?

Pueden pasar dos cosas.

La primera es que, cuando llega, lo recibimos fríamente, apenas le decimos “hola”, lo hacemos pasar, le decimos que se siente, y que nos espere, que ya venimos. Nos vamos, y en vez de estar con él y decirle que lo extrañábamos, lo dejamos solo y nos ponemos a jugar con los juegos de la computadora, o salimos por la ventana a jugar al fútbol con otros amigos, o nos quedamos viendo televisión.

Luego de pasado un tiempo largo, nuestro querido, que venía con la ilusión de dejarnos muchísimos regalos, tantos, que no iba a haber lugar en toda la casa, se retira, desilusionado y triste, llevándose todo lo que había traído.

Esto es lo que pasa con la Comunión cuando comulgamos distraídos, sin pensar en Jesús, que viene a nuestra alma en la Eucaristía.

Jesús es ese gran amigo, que viene de muy lejos, viene del Cielo, donde vive para siempre junto a su Padre Dios, y junto al Espíritu Santo, y cuando viene por la comunión, nos trae algo más valioso que miles de millones de regalos: nos trae su gracia, que es la vida de Dios, algo que vale más que todo el universo y que todos los ángeles juntos.

En cada Comunión, Jesús nos hace el regalo de su gracia divina, y todavía más que eso: nos regala su Corazón, que late en la Eucaristía, y late de amor por cada uno de nosotros. Cada vez que comulgamos, el Corazón de Jesús late con más fuerza y más rápido, porque tiene tanto amor por nosotros, que le da mucha alegría que lo recibamos.

Jesús no se contenta con dejarnos el gran regalo de la gracia: nos regala su mismo Corazón, para que nos deleitemos y nos alegremos con él, para que nos sumerjamos en el océano infinito de Amor que hay dentro suyo.

Pero Jesús se pone muy triste cuando ve que, al recibirlo, en vez de alegrarnos por su Presencia en nuestra alma, en vez de hacer actos de amor y de adoración a Él que por la Hostia está dentro nuestro, no le dirigimos la palabra, no le hablamos, no le decimos nada, y encima, echamos a volar nuestra imaginación, igual como si prendiéramos una televisión en nuestro cerebro, y nos ponemos a pensar en cosas inútiles, sin tenerlo en cuenta a Él. Otros, incluso, ¡lo reciben masticando chicle! ¿Cómo se siente Jesús cuando pasa eso? Muy apenado, muy triste, muy desconsolado, porque todo el Amor que Él tiene en su Corazón, no lo puede dar, porque el que lo recibe, está pensando en otra cosa.

Lo otro que puede pasar, cuando viene Jesús a nuestra alma, es que lo recibamos con alegría, y para poder escuchar su Voz, que nos dice cuánto nos ama, hacemos silencio, cerramos los ojos, nos olvidamos de todo lo que nos rodea, incluso de nuestros papás, de nuestros hermanos, y hasta de nosotros mismos, y nos concentramos en la Presencia de Jesús, que viene para quedarse en lo más profundo de nuestro corazón.

Desde ahí, le decimos que lo amamos, y que queremos recibir los infinitos tesoros de gracia divina que están en su Corazón; le decimos que queremos sacar de su Corazón tantos tesoros como nos sea posible, para nosotros y para los demás; le decimos que, ya que hemos recibido de Él en la Comunión un Amor sin medida, como un océano sin playas, vamos a tratar de compartir con los demás este amor, y por eso prometemos de ahora en más ser más buenos con todos, empezando por los papás y los hermanos, y terminando con aquél prójimo con el que tal vez no me llevo bien, pero como Jesús me ha dado tanto Amor, me sobra para darle un poco a él.

Cada uno puede elegir cómo es su Comunión, no solo la Primera, sino todas, hasta la última, en el día de su muerte. En cada Comunión, se nos presenta la misma posibilidad de hablar con Jesús, de recibir su Amor infinito, y los tesoros inagotables de su gracia divina, que se nos regalan sin medida con su Corazón eucarístico. No desaprovechemos la oportunidad, distrayéndonos con cosas sin importancia.

Cerremos los ojos del cuerpo, y abramos las puertas del corazón a Jesús que viene en la Eucaristía.

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