Esta parte de la Misa se llama “Invocaciones”. ¿Qué quiere
decir “invocar”? “Invocar”, viene de “vocación”, quiere decir “llamar” a
alguien, como cuando un joven está llamado a la vida religiosa, se dice que ese
joven tiene “vocación”, es decir, es “llamado” por Dios.
También
se dice que invocamos o llamamos a alguien cuando, por ejemplo, estamos
esperando y ya se está haciendo tarde. Cuando queremos llamar a alguien, lo
“invocamos”, diciendo: “Juan, vení, te estamos esperando, necesitamos que nos
ayudes”, o “María, apresúrate, porque se hace tarde”.
En
esta parte de la Misa “invocamos”, es decir, llamamos a alguien, pero ese
alguien al que llamamos en Misa, es alguien muy especial, porque no pertenece a
este mundo, a la tierra: llamamos a Jesús, que es Dios, pero como Dios no
habita en la tierra, sino en el Reino de los cielos, el llamado es un poco
especial.
¿Para
qué llamamos a Cristo Dios? Lo llamamos para que perdone nuestros pecados; para
que se apiade de nosotros, que somos débiles e inclinados al mal, con una
oración que se llama “Kyrie”, que traducido significa: “Señor, ten piedad”.
Antes, en el tiempo de los reyes, se usaba el título Kyrios para nombrar al rey de los reyes, que es el emperador.
“Señor”, en inglés, se dice “Sir”, y en francés “Sire”, pero en francés, cuando
se usa para el rey, se traduce por “Majestad” [1].
La Iglesia lo usa para su Rey y Señor, Jesucristo, que es “Rey de reyes y Señor
de señores”, como dice el Apocalipsis.
En el rezo de la
Misa cotidiana, los Kyries se cantan
así:
Sacerdote:
Señor, ten piedad.
Todos:
Señor, ten piedad.
Sacerdote:
Cristo, ten piedad.
Todos:
Cristo, ten piedad.
Sacerdote:
Señor, ten piedad.
Todos:
Señor, ten piedad.
Llamamos
a Dios para pedirle que perdone nuestros pecados y para lograr su perdón le
ofrecemos las llagas, las heridas, los golpes de Jesús en la Cruz, y así
estamos seguros de que Dios nos perdonará, viendo cómo ha quedado Jesús, tan
herido y golpeado para salvarnos.
Rogamos
a Cristo nuestro Señor, que se digne tomar en sus “sangrientas manos
paternales”, en sus manos sagradas, que están crucificadas y bañadas en su
sangre, nuestras oraciones y las presente ante la faz de nuestro Padre[2].
En esta parte de la Misa somos como el ciego
Bartimeo, que imploraba ser curado de su ceguera, gritando: “Señor, ten piedad
de mí” (cfr. Mc 10, 47), o también
como el padre de un niño poseído por el demonio: “¡Si algo puedes, ayúdanos,
ten piedad de nosotros!” (Mc 9, 22).
Somos como el ciego Bartimeo porque “Dios es luz” y cuando obramos el mal,
vivimos en la oscuridad, y somos como el padre del niño endemoniado, porque sin
la ayuda de Jesús, el demonio, que es el “Príncipe de este mundo”, nos domina y
nos tiene bajo su poder. Jesús, que es Dios, tiene poder de perdonarnos
nuestros pecados, de iluminarnos y de comunicarnos su bondad, y también de
alejar al demonio de nuestras vidas, y para esto es que lo invocamos.
Invocamos
y saludamos a Cristo así como antes se invocaba y saludaba a los reyes, que
entraban triunfantes después de la batalla, trayendo encadenados a sus
enemigos, solo que en la Iglesia, el que vuelve triunfante de la batalla, es
nuestro Rey Jesucristo, y la insignia victoriosa que enarbola es la Cruz
ensangrentada, y los enemigos vencidos y encadenados, a quienes Jesús los ha
derrotado para siempre con su Cruz, son la muerte, el pecado y el demonio con
todo el infierno junto.
Otro significado
que tenían los Kyries en la
antigüedad, era el ser cantos con los que los antiguos saludaban al sol, cuando
salía por la mañana. La Iglesia tomó esta costumbre pero para cantarle no al
astro sol, al sol estrella de nuestro sistema planetario -hacer eso sería un
grave pecado de idolatría-, sino a Jesucristo, uno de cuyos nombres es el de
Verdadero Sol de justicia, “Sol que nace de lo alto” (cfr. Lc 1, 78): “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos
visitará el sol que nace de lo alto”. Jesús es como un sol, que viene a este
mundo para “iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte” y para
“guiar nuestros pasos por el camino de la paz”[3].
Jesucristo es la
luz de Dios que ilumina a este mundo de tinieblas, que derrota para siempre a
las tinieblas del infierno, que da la Vida eterna a quienes la reciben en la
comunión; es el Sol de justicia, que irradia la luz divina, y se manifiesta en
el tiempo sacramental de la Iglesia bajo apariencia de pan, y por todo esto lo
saludamos con el Kyrie..
Por
último, en la Edad Media, los Kyries eran nueve en honor a la Santísima
Trinidad, y por eso es también para algunos es un himno trinitario: en los tres
primeros se honra al Padre, en los tres segundos se honra al Hijo y en los tres
últimos se honra al Espíritu Santo[4].
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