Retiro para Catequistas
Oración
al Espíritu Santo
(de
Francisca Javiera del Valle)
¡Ven, Santo y
Divino Espíritu! ¡Ven como Luz, e ilumínanos a todos! ¡Ven como fuego y abrasa
los corazones, para que todos ardan en amor divino! Ven, date a conocer a todos,
para que todos conozcan al Dios único verdadero y le amen, pues es la única
cosa que existe digna de ser amada. Ven, Santo y Divino Espíritu, ven como
Lengua y enséñanos a alabar a Dios incesantemente, ven como Nube y cúbrenos a
todos con tu protección y amparo, ven como lluvia copiosa y apaga en todos el
incendio de las pasiones, ven como suave rayo y como sol que nos caliente, para
que se abran en nosotros aquellas virtudes que Tú mismo plantaste en el día en
que fuimos regenerados en las aguas del bautismo.
Ven como agua
vivificadora y apaga con ella la sed de placeres que tienen todos los
corazones; ven como Maestro y enseña a todos tus enseñanzas divinas y no nos
dejes hasta no haber salido de nuestra ignorancia y rudeza.
Ven y no nos dejes
hasta tener en posesión lo que quería darnos tu infinita bondad cuando tanto
anhelaba por nuestra existencia.
Condúcenos a la
posesión de Dios por amor en esta vida y a la que ha de durar por los siglos
sin fin. Amén.
TEMARIO
1.
Quién es el Espíritu Santo: es el
Amor de Dios.
2.
Para qué cumple Jesús su misterio pascual: para donarnos al Espíritu
Santo.
3.
Cómo nos dona los frutos del
Espíritu Santo: a través de los Sacramentos, principalmente Bautismo, Confesión,
Eucaristía, Confirmación.
4.
¿Qué hace el Espíritu Santo?
Recordar la Verdad de Jesucristo; santificar nuestras almas y cuerpos,
convirtiendo nuestros cuerpos en templos suyos y nuestros corazones en altares en donde se
adore a Jesús Eucaristía.
5.
El Espíritu Santo en la Santa Misa.
1. Quién
es el Espíritu Santo: es el Amor de Dios.
Al
decir que el Espíritu Santo es “Amor de Dios”, debemos tener bien en claro la
distinción entre el Amor de Dios y el amor humano: el amor humano, por
naturaleza, es limitado, porque al ser creatura, es limitado.
Además, el amor humano -con excepción de los amores más perfectos entre los amores humanos, como los amores materno, paterno, esponsal, filial, de amistad-, en la gran mayoría de los casos,
se deja llevar por las apariencias, es decir, no mira a la
profundidad del ser de su prójimo y de las cosas. Y, lo que es más importante,
el amor humano, por proceder del corazón del hombre, está contaminado con el
pecado original, por lo que está dominado por la concupiscencia y es por eso
que necesita de la gracia para ser purificado y liberado de la atracción de la
concupiscencia. El Amor de Dios, por el contrario, es un amor Puro, Perfecto,
espiritual, infinito, eterno, celestial, que no se deja llevar por las
apariencias, que mira lo más profundo del ser del hombre y de las cosas; es un
Amor inagotable, pero también incomprensible para el hombre –por eso el hombre
no puede entender cómo Dios puede perdonar al pecador más empedernido-. Hecha
esta aclaración, continuamos con la Persona del Espíritu Santo en sí misma.
Quién
es el Espíritu Santo, según Francisca Javiera del Valle: “Veamos en este día
cuánto debemos amar al Espíritu Santo las criaturas por ser El como el motor de
nuestra existencia y la causa de ser criadas para gozar eternamente de los
mismos goces de Dios. Sabemos por la fe que hay un solo Dios verdadero y que
este Dios ni tuvo principio ni tiene fin; y aunque es un solo Dios son Tres
Personas distintas a quienes llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo y las Tres
son un solo Dios, por ser las Tres la misma Esencia Divina. Esta Divina Esencia
tiene en Sí diversos atributos; y como es un solo Dios, aunque hay en Él Tres
Personas, las Tres gozan y tienen la misma sabiduría, la misma bondad, la misma
caridad, la misma misericordia, el mismo poder y la misma justicia. Sin
embargo, estas Tres Divinas Personas tienen, como repartidos entre Sí, estos
divinos atributos. El Padre tiene como propios y como cosa que a Él le
pertenece, el poder y la justicia; el Hijo, la sabiduría y la misericordia, y
el Espíritu Santo, que de los dos procede, la caridad y la bondad. Este Dios,
tres veces Santo, es, por naturaleza, manantial de toda dicha y ventura, de
toda felicidad y grandeza, de todo poder y gloria, por ser Él quien es único y
sin principio, pues todo lo demás que no es Dios todo tuvo principio y todo
cuanto tuvo principio todo es de Dios y depende su existencia de la voluntad de
Dios”[1].
El
Espíritu Santo es una Persona divina (recordemos que hay tres tipos de
personas: personas humanas, personas angélicas, y personas divinas; el Espíritu
Santo es “Persona Divina”); es la Persona Tercera de la Trinidad; es la
Persona-Amor de la Trinidad, espirada por el Padre al Hijo y por el Hijo al
Padre; es el Amor, que une al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre. Puesto
que Dios es “Espíritu Puro”, de las Tres Personas que hay en la Trinidad, le
corresponde el nombre de “Espíritu” a la Tercera, porque es la “expresión y el
sello de la unidad espiritual entre el Padre y el Hijo”[2].
La operación propia del Espíritu Puro es la de conocer y querer; por lo mismo,
en cuanto Dios, el Espíritu Santo conoce y quiere de modo perfectísimo. La
Escritura dice que el Espíritu Santo es “el Espíritu del Padre” (Mt 10, 20) y es también “el Espíritu del
Hijo” (Gál 4, 6). Es Persona divina,
lo cual quiere decir que posee el mismo Ser trinitario divino del Padre y del
Hijo y posee asimismo la misma naturaleza divina del Padre y del Hijo; se
diferencia del Padre y del Hijo solamente porque es espirado en forma conjunta
por el Padre y por el Hijo, desde la eternidad, pero al ser Dios, porque posee
el mismo Ser trinitario y la misma naturaleza divina que el Padre y el Hijo,
recibe la misma adoración y gloria. Esto último nos lo enseña la Iglesia en el
Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre
y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”
(Credo Niceno-Constantinopolitano). El Espíritu Santo es Dios verdadero, como
el Padre y el Hijo. En Hechos 5, 3-5, se dice que: “mentir al Espíritu Santo es
mentir a Dios”, es decir, se equipara la mentira al Espíritu Santo con la
mentira a Dios, porque el Espíritu Santo es Dios.
El
Espíritu Santo es la emanación del Amor recíproco del Padre y del Hijo.
Podríamos decir, es el amor que Dios Padre y Dios Hijo se tienen mutuamente,
desde la eternidad, y es tan inmenso, tan eterno, tan puro, tan perfecto, tan
infinito, que se constituye en Persona, en Don, del Uno al Otro, y ése es el
Espíritu Santo, el Don recíproco del Padre al Hijo. Y ése Don, del Padre al
Hijo, que se espiran mutuamente en la eternidad, y que por ser tan inmensamente
grande y perfecto, al punto de constituir una Persona, la Persona-Amor de la
Trinidad, es el Don que nos comunica Jesucristo en Pentecostés y es el que nos
santifica y nos santifica por la gracia[3].
El
Espíritu Santo se representa con dos figuras: como paloma y como lenguas de
fuego, porque es Fuego de Amor Divino. Analizaremos brevemente, en primer
lugar, la representación como fuego y su significado.
En
las Apariciones de Fátima, el pastorcito Francisco tiene la experiencia de Dios
como “luz que arde pero que no quema”: Diciendo esto la Virgen abrió sus manos
por primera vez, comunicándonos una luz muy intensa que parecía fluir de sus
manos y penetraba en lo más íntimo de nuestro pecho y de nuestros corazones,
haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios, mas claramente de lo que nos vemos
en el mejor de los espejos. Entonces, por un impulso interior que nos fue
comunicado también, caímos de rodillas, repitiendo humildemente: -Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío,
Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento. Después de pasados unos momentos
Nuestra Señora agregó: -“Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz
del mundo y el fin de la guerra”. Acto seguido comenzó a elevarse serenamente,
mientras la luz que la circundaba parecía abrirle el camino. Francisco, en una
de las apariciones, tuvo una experiencia mística en la que se vio envuelto en
una luz y un fuego que no solo no le provocó el más mínimo dolor, sino que lo
colmó de gozo, de serenidad y de paz. Francisco tuvo una experiencia mística en
la que pudo experimentar la dulzura y el amor de Dios, al verse envuelto “en
una luz que ardía pero que no quemaba”, y esa luz era Dios. Dice así Francisco:
“Estábamos ardiendo en esa luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios?
No se puede decir. Esto sí que la gente no puede decirlo”[3]. A diferencia del
fuego doloroso del infierno, el Fuego de Amor que es Dios, no solo no provoca
dolor, sino que concede paz, alegría y serenidad al alma, tal como la
experimenta Francisco. Como diría Juan Pablo II en la homilía de beatificación
de Jacinta y Francisco, basándose en la expresión de Francisco, Dios es “una
luz que arde, pero que no quema”, y que mora en el corazón del que está en
gracia, convirtiendo a esa persona en una “zarza ardiente viviente”: “Dios: una
luz que arde, pero no quema. Moisés tuvo esa misma sensación cuando vio a Dios
en la zarza ardiente; allí oyó a Dios hablar, preocupado por la esclavitud de su
pueblo y decidido a liberarlo por medio de él: “Yo estaré contigo” (cfr. Éx 3, 2-12). Cuantos acogen esta
presencia se convierten en morada y, por consiguiente, en “zarza ardiente” del
Altísimo”[4]. En otras palabras, lo que las apariciones de Fátima quieren
transmitirnos, es que Dios quiere que sepamos, por un lado, que Él es Fuego de
Amor Divino y que quiere abrasarnos a todos en ese Fuego de Amor, y que quiere
que todos estemos en Él y que vivamos en su paz, en su amor y en su alegría,
tal como dice la Escritura: “Dios quiere que todos nos salvemos” (cfr. 1 Tim 2,
4).
La
representación como fuego la utilizaban los Padres de la Iglesia para aplicarla
a la Humanidad santísima de Cristo en la Encarnación y, por extensión, la
podemos utilizar para la Eucaristía, y veremos de qué manera. Los Padres de la
Iglesia decían que la humanidad de Cristo era como el carbón y que el Espíritu
Santo, Fuego de Amor divino, al ungirlo en la Encarnación, lo convertía en un
Carbón encendido, en un “ántrax”, en una brasa encendida; de esa manera, la
Humanidad de Jesús, el carbón, en la imagen de los Padres, se convierte en
brasa, al ser ungida y consagrada en la Encarnación. La imagen se puede
utilizar también para la Eucaristía, desde el momento en que la Eucaristía es
continuación y prolongación de la Encarnación. La Eucaristía como Carbón ardiente,
como Brasa ardiente, es decir, el Cuerpo glorioso de Cristo envuelto en las
llamas del Espíritu Santo, está prefigurado en el Antiguo Testamento en el
libro de Isaías, cuando el profeta es conducido al cielo y allí un ángel toma
un carbón ardiente con unas pinzas y le aplica ese carbón ardiente en los
labios: ese carbón ardiente es figura de la Eucaristía, en cuanto Humanidad
gloriosa del Verbo de Dios envuelta en las llamas del Espíritu de Dios, Fuego
de Amor divino (esto lo veremos con más detalle más adelante).
La
otra figura con la que se representa al Espíritu Santo, Persona-Amor de la
Trinidad, es la paloma. Para darnos una idea del valor de la simbología,
podemos considerar el hecho de que, si el Espíritu Santo es representado como
paloma, es porque el corazón humano, por la gracia, está destinado a
convertirse en un nido de luz y de amor, para alojarlo. Ahora bien, por otra
parte, también hay que tener en cuenta que, debido a la libertad humana, el
corazón humano también puede ser, si lo desea, una cueva oscura y fría, en cuyo
caso no irá a morar la Dulce Paloma del Espíritu Santo, sino que se convertirá
en morada de bestias y alimañas espirituales, así como una cueva es morada de
bestias y alimañas –osos, tigres, panteras, víboras, arañas, escorpiones-, en
cuyo caso se convertirá en un lugar húmedo, frío, tenebroso, en donde no habrá lugar
para el amor –ni humano ni divino-, sino que dará cabida solo al resentimiento,
el odio, los malos deseos, las pasiones sin control, la venganza, la ira, y
esto sucede cuando en el corazón humano no se encuentra la gracia santificante,
sino el pecado; por el contrario, si el corazón humano está en gracia, la
gracia lo convierte en un nido de luz y de amor, en donde se posa la Dulce
Paloma del Espíritu Santo, que le concede su Amor, su paz, su alegría.
Veamos
esto mismo, dicho en una Homilía para NACER[4]: Si
vamos a Misa, si damos amor a los demás, si tratamos de ser como Jesús, entonces
nuestro corazón será como un nido de luz, donde irá a reposar la dulce paloma
divina, el Espíritu Santo.
¿Cómo
es una paloma? Imaginemos que estamos viendo a un pichón de una paloma blanca,
y tratemos de decir cómo es. La paloma es un animalito muy simpático, y además,
pacífico, porque nunca agrede a nadie, y se lleva bien con los otros animales,
y también con los humanos. Hace sus nidos en lugares altos, y los va
construyendo de a poco, con hojas, y ramas, hasta que el nido queda bien
formado, y es ahí en donde la paloma descansa de sus vuelos, y entona sus
arrullos, que es como una especie de canto, propio de ella. Si le damos de
comer, la paloma se acerca, pero es muy asustadiza, y si nosotros nos movemos
bruscamente, sale volando y se va. Si la tomamos en nuestras manos, vemos que
la paloma es suave, mansa, y cariñosa, y además no nos intenta atacarnos, sino
que permite que la acariciemos.
¿Cómo
es una serpiente? Imaginemos que tenemos delante nuestro a una serpiente,
brillosa y negra, venenosa, de esas tipo cascabel, que tienen la cabeza ancha,
como una paleta, y en la cola tienen una especie de sonajero, que suena cada
vez que se mueve. No podemos acercarnos, ni tampoco podemos tomarla en nuestras
manos, como hacemos con la paloma, porque las serpientes son animales
agresivos, que atacan a quienes se les acercan, para morderlos e inyectarles
veneno, que puede llegar a matar a las personas. Las víboras son malas y
traicioneras, y hay que mantenerse alejado de ellas, porque si no, nos pueden
atacar y morder. El nido de las serpientes es un lugar sucio, oscuro, lleno de
una baba que sale de sus bocas y si alguien pisa, por descuido, un nido de
víboras, estas lo muerden y lo matan.
¿Por
qué hablamos de estos animales en una misa?
Porque
nuestro corazón, por nuestras acciones, y por nuestros pensamientos y
sentimientos, se puede convertir en un nido de paloma, o en un nido de
serpientes.
Cuando
nuestros pensamientos y sentimientos hacia las personas son buenos, y también
nuestras obras, es decir, cuando damos amor a los demás, el corazón se
transforma en un nido de paloma, en donde va a reposar esa dulce paloma blanca
que es el Espíritu Santo.
Cuando
rechazamos todo mal pensamiento, cuando tratamos bien a los demás, cuando
respondemos con afecto, cuando ayudamos a quien lo necesita, cuando prestamos
las cosas, cuando no hablamos mal de los otros, cuando hacemos algún sacrificio
pidiendo por la conversión de los pecadores, cuando rezamos, cuando nos
confesamos, cuando venimos a Misa para encontrarnos con Jesús y recibirlo en la
Eucaristía, cuando hacemos todas esas cosas buenas, el corazón se llena de luz,
y se transforma en algo así como si fuera un nido de paloma, en donde va a
descansar el Espíritu Santo, que se aparece en la Biblia como paloma, cuando
Juan el Bautista lo bautiza a Jesús, en el río Jordán. Nuestro corazón, convertido
en nido de luz, por el amor y las buenas obras, y por la gracia de Dios, atrae
al Espíritu Santo, que viene como paloma blanca a hacer arrullos en él.
Pero
cuando no nos portamos bien, cuando peleamos con los demás, cuando pensamos mal
de los demás, o cuando los tratamos mal, o cuando somos egoístas, o vagos, o
perezosos, o cuando tenemos envidia, o cuando no nos confesamos desde hace
mucho, o cuando faltamos a Misa por hacer otras cosas, por mirar televisión, o
dormir, o jugar a los jueguitos, o por jugar al fútbol, entonces, nuestro
corazón se convierte en un lugar oscuro, feo, frío, en donde no puede venir a
alojarse el Espíritu Santo, y si pasamos mucho tiempo así, es muy posible que
venga alguien muy malo, que no es serpiente, pero que tiene forma de serpiente,
y es el diablo, llamado también Satanás o ángel caído.
Si
tratamos mal a los demás,/si faltamos a Misa sin motivo,/si no damos amor,/nuestro
corazón se convertirá,/en muy poco tiempo,/en un nido de serpientes.
¿Cómo
queremos que sea nuestro corazón? Por supuesto que queremos que sea como un
nido de paloma, para que vaya a descansar ahí esa paloma blanca, llena del Amor
de Dios, que es el Espíritu Santo. Y para que nuestro corazón sea como un nido
de luz, trataremos de obrar siempre como lo haría Jesús, cuando tenía nuestra
edad.
Preguntas
para trabajar en equipo:
¿Quién es el Espíritu Santo?
¿Con qué figuras bíblicas se lo
representa?
¿Qué dijo el beato Francisco sobre
Dios?
¿Qué diferencias hay entre el Amor
de Dios y el amor humano?
¿Por qué los Padres de la Iglesia
decían que el Cuerpo de Cristo era un “Carbón ardiente”?
¿Qué significa que el corazón
humano sea un nido de luz?
¿Qué significa que el corazón
humano sea una cueva oscura y fría?
¿A qué seres espirituales aloja en
uno y otro caso?
¿De qué depende el hecho de que el
corazón del hombre sea un nido de luz, en donde vaya a reposar la Dulce Paloma
del Espíritu Santo, o una cueva oscura y fría, en donde encuentren refugio
bestias y alimañas espirituales?
¿Qué hacer, para que el corazón sea
un nido de luz por la gracia?
2. Para
qué Jesús cumple su misterio pascual:
para donar al Espíritu Santo.
Todo el misterio pascual de Jesús –Encarnación,
Vida Oculta, Vida Pública, Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión- está
motivado por el Amor Divino y para donar el Amor Divino. No hay otra motivación
que no sea el Amor de Dios en la historia de la salvación de la humanidad y en
la historia de la salvación de cada hombre en particular: “Les conviene que Yo
me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes” (Jn 16, 7): Jesús sufre su Pasión, y a
nosotros “nos conviene” que Él muera, para que nos envíe su Espíritu, el Amor
de Dios; “Estando los discípulos reunidos, sopló sobre ellos y les dijo:
‘Recibid el Espíritu Santo’” (Jn 20,
22; cfr. Hch 2, 1-11): una vez muerto
y resucitado, se aparece a los discípulos, y sopla sobre ellos el Espíritu
Santo, el Amor de Dios. Nada hace Jesús por obligación; todo es por Amor, por
su Amor, que es el Amor del Padre y del Hijo. Todo su misterio pascual se
origina y no tiene otro fin que el Amor. Dios no tiene obligaciones para con el
hombre, porque lo podría haber dejado tranquilamente en su rebelión, luego del
pecado original de Adán y Eva, sin faltar a la Justicia; sin embargo, movido
por su Amor y su Misericordia, envía al Redentor, Jesucristo, para que done al
Espíritu Santo, para que el Espíritu Santo, a su vez, santifique a los hombres
en el Amor.
Es
importante tener bien presente que el Espíritu Santo es Amor, porque el
Espíritu Santo es el Motor de la Encarnación, es decir, es lo que lleva a Dios
Padre a pedir a su Hijo Dios que se encarne en el seno de la Virgen, y es el
Espíritu Santo el que lleva a Dios Hijo a obedecer a su Padre, y es el Espíritu
Santo el que lleva a la Virgen a decir que “Sí” al designio de salvación del
Padre. No hay otro “Motor” que no sea el Divino Amor, es decir, el Espíritu
Santo, en la historia de la salvación, de la humanidad y de cada uno de
nosotros en particular. Y si el Amor es lo que lleva a obrar a Dios hacia
nosotros, no puede ser otra cosa que el Amor lo que nos lleve a nosotros a
obrar hacia Dios y al prójimo, y ésa es la razón del Primer Mandamiento de la
Ley de Dios: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, y es la razón del
Mandamiento Nuevo de la Ley Nueva de la caridad de Jesús: “Ámense los unos a
los otros, como Yo los he amado”. Por este motivo, el cristiano sólo debe obrar
movido por Amor –el Amor del Espíritu Santo, no el amor humano, que es
limitado, egoísta y manchado por el pecado original-, y si esto no hace, no
puede llamarse verdaderamente “cristiano”.
Para
poder comprender el don del Amor del Espíritu Santo, que es el fin de la
Encarnación y del Misterio Pascual de Jesús, es necesario meditar acerca del
enfrentamiento de Jesús con los fariseos y el porqué del duro calificativo que
Jesús les dirige a ellos, en quienes estamos representados TODOS los hombres,
hasta que no recibimos el don del Espíritu Santo: “Hipócritas”.
“¡Ay de vosotros, hipócritas, que descuidáis
lo esencial, la misericordia!” (cfr. Mt
23, 23-26). La dura diatriba de Jesús contra los fariseos está plenamente
justificada. Los fariseos, que se consideraban a sí mismos –y lo eran- fieles
guardianes de la ley, habían sin embargo elaborado una serie de mandamientos y
prescripciones, inventadas por ellos, sobre las Escrituras, las cuales habían
finalizado por invertir la religión, poniéndola de cabeza, y de tal manera, que
habían convertido lo esencial en accesorio y lo accesorio o superficial -o más
bien, inútil- en esencial. Jesús, que lee los corazones como Hombre-Dios,
advierte esta perversión de la religión practicada por los fariseos; advierte
que sus escrupulosos cumplimientos de la ley nada tienen que ver con la esencia
de la religión, y se los reprocha en cara y públicamente, con lo cual se gana
enemigos mortales. El término “hipócrita” es duro pero, en este caso, sumamente
justo, porque los fariseos pretendían pasar, delante de los demás, a los ojos
de todos, como celosos custodios de la ley, practicando las abluciones,
limpiando los utensillos, pagando el diezmo, todos preceptos legales que sí
eran válidos, pero que perdían toda validez al ser colocados por encima de la
justicia, de la misericordia, de la compasión y de la verdadera piedad para con
Dios.
No
en vano Jesús les hace la pregunta retórica de qué es lo que tiene más valor:
si el oro que se deposita ante el altar, o el altar, por el cual el oro se
consagra y adquiere su valor. Para los fariseos, los cumplimientos externos,
superficiales, rituales, se habían convertido en acciones mecánicas, privadas
de la esencia de la religión –lo que les daba validez-, porque un precepto
legal, una devoción realizada sin piedad y sin caridad, convierte a la religión
en una máscara deforme de sí misma, en una caricatura de sí misma. Lo que hace
a la religión ser religión, es decir, ligazón, unión con Dios, que es amor y
compasión, es el amor, la compasión y la misericordia que deben existir en el
corazón humano como requisito previo e indispensable a toda práctica ritual. Es
esto interior lo que da valor a lo exterior, y no al revés, como lo
interpretaban los fariseos.
Jesús
se lamenta de la dureza y de la hipocresía de los fariseos: “¡Ay de vosotros,
fariseos, hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del hinojo y del
camino, y descuidáis lo esencial de la ley: la justicia, la misericordia y la
caridad!” Jesús no reprocha estos preceptos legales cumplidos por los fariseos;
por el contrario, los aprueba; lo que rechaza es que se tomen a estos preceptos
legales como lo principal, dejando de lado y descuidando lo verdaderamente
esencial a la religión: “Hay que practicar esto, sin descuidar aquello”. Se
deben cumplir los preceptos legales, pero poniéndolos en su lugar, un lugar
secundario, accesorio, porque el lugar principal, esencial, central, es la
misericordia, la compasión, la caridad. La inversión de los valores es causa o
consecuencia de la ceguera espiritual de los fariseos quienes, como guías
ciegos, a nada seguro pueden conducir. No hay nada más absurdo o contradictorio
que un guía ciego: un guía, para ser tal, debe ser capaz de percibir la luz que
ilumina sus pasos; un guía ciego vive en las tinieblas, nada advierte a su
paso, y por lo mismo, termina por hacer cosas contradictorias e invertidas:
cuelan el mosquito –para purificar el agua para beber usaban una especie de
colador que filtraba elementos indeseables-, y se tragan el camello –mientras
prohibían a otros alimentarse de este animal, ellos hacían carne asada de
camello-. Los guías ciegos espirituales confunden e invierten las cosas –en una
habitación a oscuras, todo tiene la misma apariencia-: cumplen ritos,
devociones, jaculatorias, rezos, oraciones, asisten –con asistencia perfecta- a
misa, hacen ayuno, pero descuidan la misericordia, la bondad, la compasión. No
hay que dejar de hacer una cosa, sin dejar de hacer lo otro. La sola piedad no
basta y, aún más, la piedad, convertida en fin en sí misma, sin caridad, se
convierte en fuente de egolatría, de auto-ensalzamiento, de auto-endiosamiento,
y de auto-adoración de la persona. “¡Guías ciegos!” El ciego no ve la luz, vive
en las tinieblas. En la Eucaristía resplandece el brillo sobrenatural,
esplendente, inmarcesible, de la luz esplendorosa del ser del Hombre-Dios
Jesucristo, y es esa luz la que ilumina el camino de quien quiere vivir la
esencia de la religión: la compasión, la misericordia, la caridad.
HIPÓCRITA
En
otro pasaje del Evangelio, Jesús, indignado, recrimina a los fariseos de una
manera tajante: “Hipócrita”. La indignación de nuestro Señor se debe a la
dureza de corazón de los fariseos, que despreciando al prójimo –y sobre todo al
prójimo débil y necesitado- dan preferencia a los animales: según la ley
farisaica, se puede alimentar y dar de beber a un animal en sábado, pero está
prohibido legalmente hacer la caridad al prójimo. Nuestro Señor enfrenta y
rechaza radicalmente el fariseísmo religioso, calificándolo de “hipócrita”. El
hipócrita es aquel cuya conducta no expresa los pensamientos del corazón , es
decir, es aquel que mientras interiormente piensa o desea algo, exteriormente
manifiesta lo contrario. El hipócrita engaña a los demás porque antes se engaña
a sí mismo.
El
fariseo sin embargo, no es un mentiroso cualquiera, porque su hipocresía no es
una hipocresía cualquiera: es una mentira y una hipocresía religiosa, y la
hipocresía religiosa no es una simple mentira: el fariseo engaña al prójimo
para ser apreciado por él a partir de gestos religiosos, es decir, usa la religión
como escudo de sus intenciones ocultas; elige o inventa preceptos o los dispone
según le parece, para “quedar bien” ante los demás, aunque a los ojos de Dios
lo que haga sea aborrecible, como en este caso, despreciar al prójimo, no sólo
no haciendo una obra de caridad, sino tratando de impedir que el prójimo reciba
un acto de caridad, y todo bajo pretexto religioso. Hace lo opuesto a lo que
prescribe la religión: “Ama a Dios y al prójimo como a ti mismo”, nos dice
nuestro Señor. Para el fariseo no hay lugar en su interior ni para Dios ni para
el prójimo, porque la hinchazón de su propio egoísmo es tan grande, que quita
todo espacio para cualquiera que no sea él mismo. Por eso, cuando Jesús
Misericordioso, Sumo y Eterno Sacerdote, cura con su poder divino a la
humanidad doliente, el fariseo, en lugar de alegrarse por la manifestación de
la Misericordia Divina que con infinita compasión y amor se inclina desde los
cielos para socorrer al que sufre, en vez de adorar él en su interior a Cristo
Dios por su inmensa caridad, y prorrumpir en aclamaciones de júbilo y de
alegría porque Cristo, Dios Eterno, con su Misericordia viene hacia nosotros,
aún más, recibiendo de Jesús su infinita caridad, endurece su corazón hacia
Dios y hacia el prójimo y calla, enmudece, cierra su inteligencia y su corazón
a Dios y al prójimo, dejando crecer en su interior la adoración de sí mismo, la
soberbia, la envidia, la calumnia, disfrazándola de celo religioso.
El
fariseo invierte el mandamiento de la caridad, y en vez de amar a Dios y al
prójimo, se niega reconocer a Cristo como Dios y por eso le niega la adoración
y el amor que como Dios se merece; niega al hombre como su hermano y le niega
el respeto y la misericordia que el prójimo merece, y así, lejos de Cristo y
del prójimo, termina en la peor de las abominaciones, es decir, termina por
adorarse y amarse egoístamente a sí mismo. También nosotros podemos escuchar la
recriminación de Jesús que nos dice en nuestro interior: “Hipócrita”, porque habiéndolo
recibido en la Eucaristía a Él en Persona, que es la Caridad Increada, el Amor
Substancial de Dios, el Amor Infinito, somos duros de corazón con nuestro
prójimo.
Sin
embargo, esto no sucede cuando, por el contrario, dejamos que Jesús sople su
Espíritu de Amor sobre nuestros corazones, y queme las impurezas que hay en él;
no olvidemos que así como el oro se acrisola con el fuego, así el nuestro
corazón, opacado por el pecado y la concupiscencia, necesita ser purificado por
el Fuego del Amor Divino que nos infunde Jesús desde la Eucaristía. La
“solución” a la hipocresía farisaica, es abrir el corazón al Fuego purificador
del Espíritu Santo que nos comunica Jesús en la comunión eucarística, para
luego comunicar ese Amor recibido en la comunión, a nuestros hermanos, por
medio de obras de misericordia.
Preguntas
para trabajar en equipo:
¿Para qué cumple Jesús su misterio pascual?
¿Tiene Dios algún tipo de
obligación para con el hombre, en el sentido de estar obligado a quitarle el
pecado que cometió en el Paraíso y condenó a toda la humanidad?
Si Dios Trino decidió la Redención
de la humanidad, ¿fue por Amor o por obligación?
¿Cuál es el Motor de la historia de
la salvación? Fundamente su respuesta.
¿Por qué tenemos que obrar movidos
por Amor y sólo por Amor? Fundamente su respuesta.
¿Por qué Jesús califica tan
duramente de “Hipócritas” a los fariseos?
¿Por qué estamos representados en
los fariseos todos los que no hemos recibido el Espíritu Santo?
¿Cuál es la solución a la
hipocresía farisaica?
3. Cómo nos dona al Espíritu Santo: por los
Sacramentos: Bautismo, Confesión, Eucaristía, Confirmación.
El
Bautismo
Por
el Bautismo, el alma recibe al Espíritu Santo, efundido por Jesucristo, y el
Espíritu Santo hace vivir al alma una vida nueva, la vida del Espíritu,
incorporando al bautizado a la comunidad de la Iglesia, en la espera del
cumplimiento de las promesas escatológicas[5].
Dice San Pablo que el bautismo es un don de la benevolencia salvífica de Dios;
es un evento pascual, un “lavado de regeneración y de renovación en el Espíritu
Santo, efundido abundantemente sobre nosotros por medio de Jesucristo” (cfr. 2
Cor 5, 17). Notemos las palabras: lavado o baño, regeneración, renovación,
nueva creación. Esto es muy importante para la nueva función de ofrecer el
sacrificio como sacerdotes bautismales, como lo veremos en seguida; por lo
tanto, es el fundamento para la participación interior, espiritual, íntima, en
unión de amor, con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, del laico, en
cuanto laico, en la Santa Misa.
El
bautismo de Jesús es la realización de lo que había sido prefigurado en los
grandes sucesos de la antigüedad, como el diluvio (cfr. 1 Pe 3, 20s), o el paso
del mar Rojo (cfr. 1 Cor 10, 1s). En
el diluvio, la humanidad pecadora es purificada por la acción del agua que cae
del cielo; en el mar Rojo, el Pueblo Elegido es purificado al atravesar el
cauce del mar, saliendo de Egipto, para entrar en Israel, la Tierra Prometida.
También
el Bautismo es la realización y el cumplimiento de lo que los profetas habían
anunciado para el Pueblo de Israel: los pecados de Israel serían lavados por la
acción del agua purificadora: “Aquel día habrá una fuente abierta para la casa
de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la
impureza.” (Zac 13, 1). El bautismo
de Jesús es un cumplimiento de la purificación prefigurada y prometida por los
profetas, pero es también un cumplimiento y realización del bautismo de Juan:
el bautismo de Juan es conferido en el desierto con el objetivo del arrepentimiento
y del perdón (Mc 1, 4 p), hace ingresar en el resto de Israel que es sustraído
a la ira de Dios (cfr. Mt 3, 7.10 p) y que espera al mesías que viene, implica
un esfuerzo por una conversión moral, de la voluntad .
Sin
embargo, cuando Jesús bautiza, no solo da pleno cumplimiento a las
prefiguraciones del pasado y a las profecías del Antiguo Testamento, y no solo
actualiza lo que en Juan era sólo figura. Es verdad que su bautismo es
purificación del pecado, es verdad que su bautismo incorpora al Nuevo Pueblo de
Dios, que, habiendo sido purificado del pecado, es sustraído a la ira de Dios.
Pero implica algo mucho más grande que la remisión de los pecados, la
purificación del alma y la incorporación al Nuevo Pueblo Elegido. Por el
bautismo –y por la fe- llegamos a ser miembros del Hombre-Dios; por el bautismo
se hace orgánica nuestra unión con Cristo, lo cual implica que Cristo empieza a
revelarse interior y exteriormente en nosotros , de una manera secreta,
silenciosa y desconocida, pero no menos real y verdadera, revelación por la
cual nos infunde de su vida divina de Hombre-Dios; en el bautismo nos imprime
Cristo una marca que indica que somos propiedad suya y nos establece en la
plena posesión y disfrute de los derechos y privilegios que nos corresponden
como a miembros de su cuerpo , somos hechos parte suya de su Cuerpo Místico, e
incorporados a su Pasión, a su Muerte y Resurrección .
Cuando
esta unidad material por el bautismo se hace viva por la fe, el Espíritu de la
Cabeza penetra en los miembros de su cuerpo, y por otra parte, nosotros podemos
aferrarnos a Él y establecer con Él una completa unidad de vida con Cristo. Por
la fe se hace viva nuestra unidad con Cristo, porque empieza a operar en
nosotros el Espíritu de Jesucristo, el Espíritu Santo.Por el bautismo y por la
fe, nos hacemos capaces de ofrecer, como si fuera nuestro y propio, el
sacrificio que proporciona gloria infinita a la Trinidad, el sacrificio del
Cordero, inmolado sobre el altar. Es por eso que, todo bautizado, es llamado
“sacerdote bautismal”, y es esta participación a la que se refiere el Concilio
Vaticano II –interior, profunda, íntima, silenciosa, en el Amor, unida el alma
al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que se ofrece como Víctima Inmolada al
Padre, por la salvación del mundo-, cuando habla de la participación “activa”
de los laicos en la Santa Misa.
La
confesión
Nuestro Señor Jesucristo se presenta ante los fariseos como
la luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo y el que me sigue no andará en
tinieblas” (Jn 8, 12). Nuestro Señor no se refiere a la luz natural, no está
diciendo que Él es la luz del sol, ni la luz del fuego, ni la luz artificial.
Él está diciendo y refiriéndose a otra luz, una luz que no es ninguna de las
que conocemos, una luz desconocida, invisible, la luz de Dios. Por eso en el
Credo decimos: “Dios de Dios, Luz de Luz”, porque Él es la luz de Dios que
proviene de Dios; es Dios, cuya naturaleza es ser luz, la naturaleza de Dios es
luminosa, es luz sobrenatural, divina, celestial, no natural. También en los
salmos se describe a Dios como luz, al decir de Él que es el Sol de justicia, y
si Cristo es Dios, es entonces Él el Sol de justicia.
Si la Sagrada Escritura presenta por un lado a Jesucristo
como luz y luz divina, por el otro, presenta al pecado como tinieblas,
asociadas al demonio, príncipe de las tinieblas: “...cuando Judas comió el
bocado, el diablo entró en él. Afuera era de noche” (Jn 13, 27). El evangelio
dice: “afuera era de noche”. La noche, las tinieblas del espíritu, se asocian
al pecado –la traición de Judas- y a la acción de Satanás: el diablo entró en
él. Satanás entra en el corazón de Judas, que ha cometido el pecado de
traición, vendiendo a nuestro Señor por dinero, y en ese momento, las tinieblas
lo envuelven: “Afuera era de noche”. No quiere decir necesariamente que quien
comete un pecado está bajo el influjo del demonio, pero sí es significativo que
el pecado sea descripto como la tiniebla del espíritu. Es la descripción del
alma en pecado: está envuelta en las tinieblas, porque Cristo, Dios-Luz, Sol de
justicia, no está en ella, y así se vuelve injusta.
El
pecado es una acción mala que oscurece al alma, ocultándola de la vista de
Dios; por el pecado el alma se vuelve oscura y se encierra en una tiniebla
densa, de la cual no puede salir por sí misma. Cuando
el alma comete un pecado, el alma queda inclinada hacia las cosas bajas, hacia
lo terreno, hacia lo carnal, hacia lo que no agrada a Dios, y eso es vivir en
tinieblas. “Andar en tinieblas” es no tener a Cristo en el alma, y si Cristo,
que es la Luz y el Sol de justicia, no ilumina al alma, el alma queda
oscurecida y atrapada en las tinieblas en donde ella misma se metió. Por eso
Jesús dice: “Yo soy luz, y el que me sigue no andará en tinieblas”, porque
quien lo sigue, es iluminado por esta luz divina, que es Jesucristo, y en él no
hay tinieblas. Quiere decir que quien no tiene a Jesucristo, anda en tinieblas,
no en las tinieblas de la noche terrena, sino en las tinieblas del espíritu,
que es una tiniebla más cerrada y oscura que la noche más cerrada y oscura que
podamos conocer. Sólo Cristo, que nos comunica su luz, la luz de la gracia, que
nos viene por la confesión, puede iluminar a un alma en tinieblas. Por la
confesión entra en el alma la luz de Cristo, que es llamado en los salmos Sol
de justicia, y se vuelve justa como Cristo, porque por la confesión el alma
recibe la luz de Dios, una luz que no sólo le ilumina la inteligencia y la
voluntad, permitiendo discernir lo que es bueno de lo que es malo, sino que por
la gracia de la confesión el alma se vuelve no solo brillante como el sol, sino
que posee a ese Sol mismo de justicia, Jesucristo. Por la gracia de la
confesión, Jesucristo empieza a habitar en el alma, y el alma en Jesucristo.
La
Eucaristía
LA
EUCARISTÍA ES EL CARBÓN ARDIENTE QUE PURIFICA NUESTRAS ALMAS CON EL FUEGO DEL
AMOR DE DIOS
“…vi al Señor sentado en un excelso trono y las franjas de
sus vestidos llenaban el templo. Alrededor del solio estaban los serafines:
cada uno de ellos tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían
los pies y con dos volaban. Y con voz esforzada cantaban a coros, diciendo: Santo,
Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su
gloria (Num 14, 21; Ap 4, 8). Y se estremecieron los dinteles y los quicios de
las puertas a las voces de los que cantaban, y se llenó de humo el templo. (…)
Y voló hacia mí uno de los serafines, y en su mano tenía un carbón ardiente que
con las tenazas había tomado de encima del altar. Y tocó con ella mi boca, y
dijo: He aquí la brasa que ha tocado tus labios, y será quitada tu iniquidad, y
tu pecado será expiado”. (Is 6, 1-7).
Un serafín de los que están ante la Presencia de Dios, toca
los labios del profeta Isaías con un carbón ardiente que ha tomado del altar, y
como consecuencia, le son quitadas la iniquidad y el pecado es expiado. El
carbón ardiente obra en el profeta lo que el fuego en el metal, en el oro: lo
purifica. Así como el fuego purifica el oro, así el carbón, que ha sido
encendido por el fuego, y por lo tanto tiene las propiedades del fuego,
purifica al profeta, ya que le quita su iniquidad y su pecado.
¿Qué significado tiene este episodio? Tal vez podamos dilucidar algo
recurriendo a los Padres de la Iglesia. Con la imagen del carbón incandescente,
los Padres ilustran el ser de Cristo y su actividad. En Jesucristo,
Hombre-Dios, la divinidad, el Verbo, es el fuego, y la humanidad, su cuerpo y
su sangre, es el carbón, que al contacto con el fuego, se vuelve incandescente.
El Hombre-Dios Jesucristo, al ser el Verbo del Padre, encarnado, es Dios con su
divinidad en un cuerpo humano, y la divinidad es fuego divino, espiritual, que
arde sin consumir. Esta divinidad del Hombre-Dios es el fuego que debe penetrar
en toda la raza humana, para iluminarla y sublimarla; y su humanidad, su cuerpo
y su alma, es el carbón incandescente, en el cual arde el fuego y desde el cual
se extiende a todo el linaje. Así como el carbón por sí mismo no transmite el
calor del fuego si no ha sido encendido, y cuando está encendido en el fuego se
vuelve incandescente y al entrar en contacto con los cuerpos transmite el ardor
del fuego, así la humanidad de Cristo, unida indisolublemente a la divinidad,
está encendida en el fuego divino, y así es el carbón incandescente que
comunica a los hombres el fuego de la divinidad. Y por eso Jesús en su
humanidad, mediante su humanidad, en su Cuerpo y en su Sangre, es espíritu
vivificante, que llena a los hombres de su espiritualidad divina, de su vida
divina, del fuego divino.
El Cuerpo de Cristo, que está Presente en la Eucaristía,
debido a que está unido a la Persona del Hijo de Dios, debido a que en el
Cuerpo inhabita el Hijo de Dios y a que el Hijo de Dios es el Dueño de ese
Cuerpo, vive con la vida de la divinidad, y de ahí la comunica, la transmite a
quien lo incorpora como alimento. El que se alimenta del Cuerpo de Cristo,
recibe toda la fuerza vivificadora, espiritualizadora, deificadora, de la
divinidad que inhabita en Él; y como órgano de la divinidad, el Cuerpo de
Cristo también él vivifica, espiritualiza, deifica quien entra en contacto con
él, porque es portador de la divina fuerza de vida, de la luz divina y del
divino fuego, y como tal nos alimenta en la Eucaristía .
El Cuerpo de Cristo en la Eucaristía es el carbón que se ha
vuelto incandescente por estar en contacto con la llama misma del fuego del
Espíritu Santo; es el carbón incandescente porque es portador del fuego del
Espíritu Santo, y es el Espíritu Santo, que Él comunica a sus miembros, el que
purifica y glorifica nuestros cuerpos y nuestras almas , envolviéndolas en las
llamas del Amor de Dios. La Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es el
carbón ardiente que el ángel de Dios coloca no en nuestros labios, sino en lo
más profundo, en la raíz de nuestro ser y lo purifica y santifica, no con un
fuego material, sino con la llama de la divinidad de Dios. El profeta Isaías, por
el contacto de sus labios con una brasa del altar que lleva el ángel con unas
tenazas, es purificado de sus pecados y de su iniquidad, queda justificado
delante de Dios. Sin embargo, no recibe el Cuerpo de Cristo, y tampoco su ser
más íntimo es llenado por el Espíritu de Dios. ¿Qué debería suceder con
nosotros, que somos purificados con algo infinitamente más noble y digno que
una brasa santa, ya que lo que recibimos y purifica y santifica la raíz misma
de nuestro ser es ese Carbón Incandescente que es el Cuerpo de Cristo
inhabitado por el fuego del Espíritu? ¿Qué debería suceder con nosotros, que
recibimos algo mucho más grande que la purificación de los labios, algo mucho
más grande que el perdón de los pecados y de nuestras iniquidades, ya que al comulgar
el Cuerpo de Cristo recibimos no un pedazo de pan que incorporamos al cuerpo,
sino al mismo Hijo de Dios en Persona que se hace huésped del alma? Como el
incienso, que al contacto con el carbón incandescente desprende el perfume que
sube hasta Dios, así nuestros cuerpos y nuestras almas, al contacto con ese
Carbón Incandescente que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo Eucaristía, deben
desprender, como un incienso quemado, el buen olor de Cristo.
Cuando
recibimos el sacramento de la confirmación, se produce en nuestro interior algo
muy hermoso, aunque no nos demos cuenta: recibimos los dones y los frutos del
Espíritu Santo, pero lo más importante de todo, no son los dones ni los frutos,
sino que, mucho más que los done y los frutos, en la Confirmación recibimos al
Amor de Dios, a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo en
Persona. En la Confirmación, es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, el Amor del
Padre y del Hijo, el que viene a nuestro corazón. ¿Cómo podemos darnos una idea
de lo que pasa en la Confirmación, de la llegada del Espíritu Santo a nuestras
almas? Recordemos que una de las formas en las que se aparece el Espíritu Santo
en la Biblia, es la de una paloma –por ejemplo, en el Bautismo de Jesús en el
río Jordán-, entonces, quiere decir que esa dulce paloma, que es el Espíritu
Santo, viene a nosotros en la Confirmación. Pero sucede también que ya hemos
recibido ese mismo Espíritu, en el Bautismo, entonces, es como si en el
Bautismo, vemos a esa paloma dentro nuestro, muy pero muy pequeñita, y como muy
lejos, dentro nuestro, mientras que, en la Confirmación, esa paloma viene
volando, y se acerca cada vez más, hasta posarse en nuestro corazón, para hacer
de nuestro corazón su nido.
Y
si esa dulce paloma está en nuestro corazón, entonces tenemos que tratar de ser
lo más buenos posibles, para que no se vaya, porque con la paloma del Espíritu
Santo, pasa algo parecido a lo que pasa con las palomas de la tierra: ellas se
acercan a nosotros, porque son muy mansas, si les damos maíz, y comen
tranquilas a nuestro lado, pero si nosotros gritamos, o si corremos, o si
hacemos algo brusco, esa palomita blanca, mansa, humilde y amorosa, que es el
Espíritu Santo, sale volando. El Espíritu Santo aparece en forma de paloma para
hacernos ver que Dios es manso y pacífico, como mansos y pacíficos son estos
animalitos de los cuales Él toma su representación. Si nos preguntaran a
nosotros qué clase de animales queremos ser, con seguridad, elegiríamos
animales fuertes y poderosos: un tigre, un león, una pantera, un guepardo, o
tal vez un elefante, o un gorila, o un caballo de raza.
A
muy pocos se les ocurriría pedir ser una paloma. Dios quiso ser representado
por este animalito, la paloma, para decirnos que no tenemos que tener miedo en
acercarnos a Él, y también para decirnos que tenemos que ser buenos y mansos
como una paloma, o más bien, como Él es, bueno, manso, humilde. Sólo en un
corazón manso y humilde, sereno, pacífico, puede el Espíritu Santo reposar, así
como una paloma reposa en su nido construido en lo alto de los árboles o de los
edificios. En cambio, si nosotros nos comportamos mal, si nosotros reaccionamos
con ira, con enojo, con impaciencia, entonces pasa con esa paloma que es el
Espíritu Santo, lo que pasa con las palomas de la plaza cuando nosotros, en vez
de darles de comer, atrayéndolas a nuestro lado, nos ponemos a correr, o
hacemos algún movimiento brusco: las palomas de la plaza, cuando hacemos eso,
salen volando, y así sucede con el Espíritu Santo: cuando obramos el mal,
cualquier género de mal, mentira, engaño, violencia, enojo, robo; es decir,
cuando cometemos un pecado, esa dulce palomita blanca, que es el Espíritu
Santo, sale volando de nuestro corazón, y nuestro corazón se queda como un nido
vacío.
¿Y
qué hace el Espíritu Santo cuando viene a nuestro corazón? Si nosotros somos
mansos, humildes y dóciles, el Espíritu Santo nos da sus dones y sus frutos,
por ejemplo, la bondad y la benignidad. Se puede saber, por fuera, si alguien
tiene el Espíritu Santo por dentro: si esa persona es pacífica, serena, humilde
y buena; si se preocupa por ayudar a los demás, si no es egoísta, ni
pendenciera, ni mala, ni atrevida; si ama a todos, a buenos y malos, si lo
soporta todo con paciencia, si siempre piensa bien de los demás, si es bueno
con todos, eso es señal de que la paloma del Espíritu Santo está dentro de esa
persona. Pero el Espíritu Santo nos da, ante todo, algo mucho más grande que
los dones y los frutos, y es la alegría y el regocijo de tenerlo a Él, que es
el Amor de Dios; cuando el Espíritu de Dios viene a nuestro corazón, lo inunda
con su Presencia y con su Ser, que es Amor puro y celestial. Entonces, en
acción de gracias por el don del Espíritu, tenemos que comunicar, a todos los
que nos rodean, ese Amor que recibimos, amando a todos, y amando a Dios como a
uno mismo.
Preguntas
para trabajar en equipo:
¿De qué manera nos dona Jesús los frutos del
Espíritu en el Bautismo?
¿De qué manera nos dona Jesús los frutos del
Espíritu En la Eucaristía?
¿De qué manera nos dona Jesús los frutos del
Espíritu en la Confesión?
¿De qué manera nos dona Jesús los frutos del
Espíritu en la Confirmación?
Haz las apreciaciones que te
parezcan.
4. ¿Qué hace el Espíritu Santo? Recordar la
Verdad de Jesucristo; santificar nuestras almas y cuerpos, convirtiendo
nuestros cuerpos en templos suyos y
nuestros corazones en altares en donde se adore a Jesús Eucaristía.
Recordar
la Verdad de Jesucristo
EL
ESPÍRITU SANTO, DON DE DONES, INSUFLADO POR CRISTO DESDE LA EUCARISTÍA, ES
QUIEN NOS DA EL VERDADERO CONOCIMIENTO DE CRISTO Y, CON EL CONOCIMIENTO, EL
AMOR DE CRISTO EUCARISTÍA.
El
Espíritu Santo tiene una función mnemónica: “El Espíritu Santo les hablará de
Mí” (cfr. Jn 16, 12-15); “El Espíritu
Santo les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn 14, 26). Una vez que Jesús haya muerto en cruz y haya
resucitado, quedará entre los discípulos el recuerdo y la memoria de sus
acciones, de sus milagros, de su Persona. Atento a la debilidad humana, incapaz
por sí misma de trascender el misterio del cual Él portador y revelador, y atento
al misterio de la iniquidad y de las tinieblas que obra en el mundo buscando
oscurecer la luz de Dios que es Cristo en Persona, Jesús promete el envío del
Espíritu Santo, quien ilustrará a los discípulos acerca de Jesús.
El
Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, inspirará a los discípulos la
vida del Padre y del Hijo, y en esta vida inspirada, estará el conocimiento del
Hijo: sólo por el Espíritu Santo conocerá la Iglesia acerca del misterio de
Jesús de Nazareth.
Sólo
en el cielo, en el estado de beatitud perfecta, seremos capaces de conocer a
Dios, en su luz, tal como es, cara a cara. Sin embargo, aún cuando nuestra
naturaleza no nos permite captar y comprender la Palabra de Dios en su
significado último sobrenatural, podemos, en esta vida, conocer a Dios y a su
Palabra al infundirnos Dios una fuerza y una luz sobrenaturales, por medio de
la gracia.
A
través de la gracia, recibimos un conocimiento sobrenatural y divino, y tenemos
así una noción de Dios como la que Dios tiene de sí mismo.
La
gracia del Espíritu Santo, donado por Cristo y por el Padre desde el sacramento
eucarístico, nos permite conocer a Cristo tal como Cristo es, y no de manera
deformada o rebajada según nuestra capacidad de conocimiento. Nos permite
conocer a Cristo en su misterio eucarístico, en su Presencia sacramental en la
Eucaristía, en la renovación sacramental de su sacrificio de la cruz, en su
Presencia gloriosa en el sacramento del altar. Sin el conocimiento de Cristo
que nos proporciona el Espíritu Santo, rebajamos a Cristo a nuestra capacidad
humana de entender, es decir, pensamos que Cristo es un maestro de religión, un
predicador de una moral nueva, el hijo del carpintero, como lo llamaban sus
contemporáneos, o, a lo sumo, como un hacedor de milagros, pero con la fuerza
de nuestra razón, nunca llegaremos a conocer a Cristo como Dios Hijo encarnado
en una naturaleza humana.
Y
así como sin la luz del Espíritu Santo rebajamos el misterio de Cristo a
aquello que podemos comprender, y con eso vaciamos todo el misterio, así, con
la sola capacidad de nuestra mente, pensamos en la Eucaristía solo como un pan
bendecido, porque ha sido consagrado en el altar, pero nunca pensamos en la
Eucaristía como el misterio de la Presencia sacramental del Cordero de Dios,
que se inmola en la cruz del altar, que derrama su Sangre sobre el cáliz, que
dona su Cuerpo resucitado y con su Cuerpo resucitado la Vida eterna y con la
Vida eterna su Espíritu, que nos une en el amor a las Personas de la Trinidad.
Sin el conocimiento del Espíritu Santo, vemos la misa como un rito piadoso, al
que asistimos porque creemos que de alguna forma damos culto a Dios, pero no
vemos en la Misa ni el sacrificio del Calvario, ni la Resurrección de Cristo,
ni la Adoración del Cordero. “El Espíritu Santo les hablará de Mí”. El Espíritu
Santo, Don de dones, insuflado por Cristo desde la Eucaristía, es quien nos da
el verdadero conocimiento de Cristo, y con el conocimiento, el amor de Cristo
Eucaristía.
Santificar
nuestras almas y nuestros cuerpos
Dice
San Pablo que “el cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19) -y nosotros agregamos que el corazón es altar de la
Eucaristía-. Para saber qué quiere decir San Pablo con “el cuerpo es templo del
Espíritu Santo, imaginemos un templo cualquiera, que puede ser nuestro templo
parroquial. ¿Cómo es el templo? Posee un techo, paredes, ventanas, puertas; hay
un altar, está el sagrario con la Presencia Eucarística de Jesús, están las
imágenes sagradas. El templo tiene que estar limpio, perfumado, aireado,
asoleado, luminoso, lleno de flores, con aroma a perfumes y fragancias. ¿Qué
diríamos de un templo a oscuras, en ruinas, con el altar ocupado por una bruja,
con el sagrario lleno de telarañas, estando J esús
ahí Presente, con el ambiente con mal olor, con personas bebiendo alcohol e
ingiriendo substancias tóxicas e incluso viendo cosas indecentes en el interior
del templo, desparramando esas substancias tóxicas en sus pisos? No sería un
gravísimo ultraje a Jesús en el sagrario, a la Virgen, representada en sus
imágenes? El templo impecable, representa el alma en gracia,inhabitada por el
Espíritu Santo, que ha convertido el cuerpo en templo suyo, de su propiedad, y
ha convertido su corazón en altar y sagrario en donde se adora a Jesús
Eucaristía; es un alma perfumada por la gracia, en donde brilla el Sol de
justicia que es Jesucristo, en donde se escuchan cantos de adoración y de
alabanza a Jesús Eucaristía, en donde se ama a la Virgen, en donde todo está en
orden y limpia porque todo está brillante y limpio por acción de la gracia
santificante.
Por
el contrario, el templo descuidado, en donde hay alimañas, bestias salvajes, en
donde se proyectan en sus paredes imágenes inconvenientes, en donde se olvida
que Jesús está en el sagrario y se lo ultraja, en donde hay olor pestilente, en
donde se ultraja la presencia de la Virgen, en sus imágenes, es figura del alma
en pecado y en pecado mortal.
A
esto se refiere San Pablo cuando dice: “El cuerpo es templo del Espíritu
Santo”, y es por eso que el pecado ultraja a la Persona-Amor del Espíritu
Santo, que en inhabita en el cuerpo.
Sopla
nuestros corazones y los convierte en carbones ardientes que arden en el Fuego
del Divino Amor
“El viento sopla donde quiere” (cfr. Jn 3,
5.7-15). Poesía y metáfora en los labios del Hombre-Dios, el viento sopla donde
quiere, y cuando sopla, da vida y movimiento a las hojas de los árboles, y así
hace el Espíritu Santo: el Viento Divino sopla donde quiere, y donde sopla da
vida y movimiento a las almas humanas. El viento es el Espíritu Santo, y así
como el viento sopla donde quiere, y cuando sopla no se sabe de dónde viene ni
adónde va, así el Espíritu Santo: sopla sobre el altar, sobre las ofrendas, sin
que nadie sepa de dónde viene ni adónde va, y con su soplo divino convierte la
materia muerta del pan y del vino en el cuerpo vivo y glorioso de Jesús
resucitado. Sopla el Viento Divino sobre las almas humanas, y les da vida nueva
a las almas que vivían una vida muerta; sopla el Viento de Dios, que es Dios, y
con su suave brisa enciende a las almas en el Amor de Dios. “El viento sopla
donde quiere, y tú no sabes de dónde viene ni adónde va”. Si quieres ser
alcanzado por la suave caricia del viento, ve a la pradera, y allí espera,
porque allí el viento soplará más, y te alcanzará y te envolverá. El Viento
Divino sopla donde quiere, y tú no sabes de dónde viene ni adónde va. Si
quieres ser alcanzado por la suave caricia del Viento Divino, ve al Sagrado
Corazón de Jesús, quédate allí y espera, porque de seguro allí el Viento de
Dios sopla y sopla sin cesar, y allí te alcanzará. Sopla el viento, y cuando
sopla, aviva la brasa que quema el pasto seco, y el pasto seco, al contacto con
el carbón ardiente, se vuelve llamarada viva; sopla el Viento Divino, y cuando
sopla, el carbón ardiente que es el Cuerpo de Jesús, suelta una llama viva que
enciende al pasto seco que es el corazón humano, y así el corazón humano, al
contacto con el Viento de Fuego, se convierte en llama viva que arde en el Amor
de Dios. “El viento sopla donde quiere”. Sopla, viento, y si quieres, sopla
sobre mi corazón seco, para que al contacto con ese carbón ardiente que es el
Cuerpo eucarístico de Jesús, arda en Tu Amor.
Preguntas
para trabajar en equipo:
Una vez enviado el Espíritu Santo,
¿qué hace en la Iglesia y en las almas? Expláyate.
5. El
Espíritu Santo en la Santa Misa.
(Solemnidad
de la Ascensión del Señor - Ciclo B - 2015)
“Vayan,
anuncien la Buena Noticia (…) el que crea, se salvará, el que no crea, se condenará
(…) El Señor fue llevado al cielo (…) Ellos fueron a predicar (…) y el Señor
los asistía con los milagros” (cfr. Mc 16, 15-20). Jesús resucita, y antes de
ascender al cielo, encomienda a su Iglesia la tarea de difundir el Evangelio
por todo el mundo, por todos confines de la tierra, prometiendo su asistencia
con signos y prodigios. La Ascensión de Jesús es el anticipo de lo que habrá de
suceder al resto de la Iglesia, por cuanto Jesús es la Cabeza del Cuerpo
Místico, que es la Iglesia: así como asciende la Cabeza, que es Jesús, así
habrá de ascender el Cuerpo, que es la Iglesia. Pero la condición para que el
Cuerpo ascienda al Reino de los cielos, glorioso y resucitado al igual que su
Cabeza, es que los integrantes de ese Cuerpo que es la Iglesia, crean, y para
que crean, deben tener fe, y para que tengan fe, deben recibir el anuncio, el
kerygma, y es por eso que Jesús, antes de ascender, luego de resucitar,
encomienda a su Iglesia la misión de anunciar el Evangelio a toda creatura,
para que, el que quiera creer, se salve, y el que no quiera creer, no se salve.
“Vayan, anuncien la Buena Noticia (…) el que crea, se salvará, el que no crea,
se condenará”. Todos y cada uno de nosotros, en cuanto bautizados, hemos
recibido el mandato misionero de parte de Jesús, muerto y resucitado; todos y
cada uno de nosotros, laicos o religiosos, somos misioneros en nuestros puestos
de vida, de familia, de trabajo, de estudio, según nuestro estado de vida, y
todos estamos llamados a difundir el Evangelio, según nuestras posibilidades,
aunque el medio más eficaz de difusión sigue siendo, como lo fue siempre, la
santidad de vida, y no tanto las homilías y los sermones. Todos tenemos la
obligación ineludible de anunciar el kerygma, la Buena Noticia de que Jesús ha
muerto y resucitado, como los primeros discípulos, porque esa es la misión de
la Iglesia, pero no podemos simplemente anunciar que Jesús ha resucitado:
debemos anunciar que ha resucitado y que está vivo y glorioso en la Eucaristía
y que desde la Eucaristía nos comunica su Espíritu Santo, su Espíritu de Amor,
en cada comunión, que enciende nuestros corazones en su Amor, porque la
Eucaristía es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las llamas
del Amor Divino. Sin embargo, mal podemos anunciar el kerygma a nuestros
hermanos, si no nos dejamos transformar por el Espíritu que nos es donado en
cada comunión eucarística; no podemos anunciar la Buena Noticia, tal como nos
pide Jesús, de que Él ha muerto, ha resucitado, y está vivo y glorioso, en la
Eucaristía, si no somos capaces de dejarnos transformar por el Espíritu Santo
que nos dona en cada comunión eucarística, porque así no somos, de ninguna
manera, testigos creíbles, sino testigos de dudosa credibilidad. Para comenzar
a cumplir el mandato misionero de Jesús, de anunciar la “Buena Noticia” de que
Jesús está vivo y resucitado en la Eucaristía, tenemos que comenzar por dejar
que nuestros corazones sean abrasados por el Fuego de Amor Vivo que abrasa al
Corazón Eucarístico de Jesús. Que la Virgen de la Eucaristía convierta a
nuestros corazones, duros y fríos, la mayoría de las veces, como una roca, en
hierba seca, para que al contacto con las llamas del Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús, ardan al instante y se consuman en las Llamas del Amor
del Espíritu Santo, y así permanezcan, como zarzas ardientes vivientes, en el
tiempo y en la eternidad.
[1] Cfr. Decenario de Francisca Javiera del Valle;
http://www.dudasytextos.com/clasicos/decenario.htm
[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 104.
[3] Cfr. Scheeben, Los misterios, 417.
[4]
http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar/2011/06/paloma-o-serpiente.html
[5] Cfr. Carlo Rocchetta, I Sacramenti della Chiesa, 22ss.
[6]
http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar/2010/11/la-confirmacion-y-el-espiritu-santo.html
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