Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

viernes, 28 de diciembre de 2012

La Sagrada Familia para Niños



Antes que naciera Jesús, la Virgen y José estaban solos y formaban un “matrimonio”; después que nació Jesús, ese “matrimonio” se transformó en una “familia”, la Sagrada Familia de Jesús, María y José.
Como niños, tenemos mucho que aprender del Niño de esta Familia Santa, el Niño Jesús, porque Él fue un Niño y un Hijo ejemplar. ¿Cómo era Jesús cuando era niño? Repasemos un poco su vida, para poder aprender de Él.
Desde muy chico, Jesús demostró siempre un gran amor hacia sus papás, y este amor lo demostraba no sólo no levantando jamás la voz, ni enojándose, ni impacientándose,  ni desobedeciendo, sino que lo demostraba durante todo el día, obedeciendo siempre, con prontitud y con gran alegría, y teniendo siempre para con ellos una sonrisa, un gesto amable, un gesto de cariño de hijo. De esto aprendemos a vivir el Cuarto Mandamiento, que dice: “Honrarás padre y madre”, porque no se puede honrar a los padres con el gesto enojado, con la impaciencia, con la desobediencia, y mucho menos con la mentira. El Niño Jesús nos enseña de qué manera hay que honrar a los papás: con la paciencia, el amor, la caridad, la generosidad, la obediencia. Aprendamos de Jesús el amor a los papás, para ser bendecidos por Dios.
A medida que fue creciendo, Jesús comenzó a ayudar a su mamá en las tareas de la casa, y a su padre adoptivo San José, en el taller, y fue así que fue aprendiendo el oficio de carpintero, con el cual se ganaba la vida. Jesús ayudaba y acompañaba a su Mamá, la Virgen, cuando la Virgen iba al mercado, a comprar las cosas que había en ese momento: pescado, queso, pan, frutas. No habían todas las cosas que hay ahora, como las que están en el super, o en el shopping; pero les bastaba para preparar una rica comida y, lo más importante, no había televisión, ni tampoco internet, ni celulares, así que los almuerzos y las cenas eran momentos para conversar entre los miembros de la familia. Jesús también ayudaba a su papá adoptivo, San José, y a pesar de que Él era Dios, no usaba sus poderes divinos para hacer la tarea más fácil, como muchos podrían pensar; por el contrario, se esforzaba al máximo, para tratar de hacer todos los trabajos que le encargaba su papá San José, a la perfección. De esto aprendemos su amor al sacrificio, porque si no amamos el sacrificio, nunca podremos subir a la Cruz, junto a Jesús, para acompañarlo en el Santo Sacrificio del Calvario. Aprendamos de Jesús el amor al trabajo y al sacrificio, porque si no, no podremos subir a la Cruz, y si no subimos a la Cruz, no podremos nunca salvarnos.
También Jesús, como todo Niño, tenía amigos, con los cuales jugaba y se divertía, y según cuentan muchos santos, iba a visitar a los amigos enfermos, y les llevaba algo para que se sintiesen mejor: queso, miel, higos y pan. De esto aprendemos su caridad, su gran amor hacia todos, sobre todo los más necesitados: los pobres, los enfermos, los que necesitan un buen consejo. Todas estas son obras de misericordia, necesarias para entrar en el Reino de los cielos. Aprendamos del Niño Jesús a ser buenos con los demás, para poder así ir al Cielo algún día.
Con el ejemplo de su vida, el Niño Jesús nos enseña a cumplir el Cuarto Mandamiento, que junto al primero, es el más importante para los niños (y también para los adultos). Pero a pesar de que Jesús amaba con locura a sus padres de la tierra, también amaba a su Padre del cielo, Dios Padre, y por ese motivo es que, cuando Jesús tenía doce años, luego de haber subido a Jerusalén por una fiesta religiosa, sabiendo Jesús que sus papás se iban sin Él, no fue tras de ellos, sino que se quedó en el Templo, enseñando a los Doctores de la Ley. Y después, cuando su Mamá, la Virgen, lo encontró y le dijo que Ella y San José se habían preocupado mucho porque no sabían dónde estaba, Jesús les dijo que no tenían que preocuparse, porque Él tenía que atender los asuntos de su Padre Dios, y por eso se había quedado en el Templo (cfr. Lc 2, 41-45). 
Es decir, Jesús sabía que sus papás se iban sin Él, pero no los fue a buscar, sino que se quedó en el Templo, porque sabía que tenía que cumplir la Voluntad de Dios en su vida, y esto significaba que debía separarse de ellos en ese momento. Jesús nos enseña entonces que hay que amar a los padres, en cumplimiento del Cuarto Mandamiento, pero también nos enseña que hay que amar a Dios "por sobre todas las cosas", y esto quiere decir que si Dios llama a la vida religiosa a alguien, ese tal debe dejarlo todo, incluidos sus padres, para cumplir la Voluntad de Dios, que siempre es santa.
Todo esto nos enseña el Niño Dios, el Niño de Belén, el Niño Jesús, y si los niños del mundo lo contemplaran a Él, en vez de mirar tanta televisión, tanta internet, tantos videojuegos, tanto fútbol, ¡el mundo sería un anticipo del Paraíso del cielo! 
Entonces, en el día de la Sagrada Familia, le pidamos a la Mamá de Jesús, la Virgen, y a su papá adoptivo, San José, que nos ayuden a ser cada día más parecidos al Niño Jesús, Dios Padre nos mire y piense que somos su Niño querido, y nos haga entrar directamente en el cielo, ¡sin pasar por el Purgatorio!

viernes, 21 de diciembre de 2012

Santa Misa de Nochebuena para Niños




         ¡Ya estamos en Navidad! ¡Ya nació el Niño Dios, y los ángeles del Cielo cantan y se alegran, y revolotean de un lado para otro, llenos de alegría! ¿Qué vemos en Navidad? Vemos el Pesebre, en donde están la Virgen, el Niño Dios, San José, un burrito y un buey. El Niño Dios acaba de nacer, y como hace mucho frío, su Mamá, la Virgen, lo ha envuelto en pañales; su papá adoptivo, San José, va a buscar leña para hacer fuego; atrás, el buey y el burrito se ponen cerca del Niño, para darle calor.
         En Navidad nos alegramos entonces porque nació el Niño Dios, pero lo que tenemos que saber es que su Nacimiento no fue como los nacimientos de los otros niños, porque el Niño de Belén era Niño, pero también era Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Él era Dios Hijo, que vino a este mundo para nacer como Niño, pero nunca dejó de ser Dios. Si su Nacimiento no fue como el de los otros niños, ¿cómo fue su Nacimiento?
         Para saberlo, imaginemos un diamante, que es una piedra transparente, sin manchas, muy limpia, y un rayo de luz de sol. ¿Qué hace el diamante? Recibe la luz del sol, la atrapa, la encierra, y después la refleja, y eso es lo que hace que brille tanto. Para el Nacimiento, la Virgen fue como un diamante vivo, porque Ella fue concebida sin mancha de pecado original, y no tenía ni la más pequeñísima sombra ni siquiera de la más pequeñísima imperfección; Ella era como un diamante vivo, porque era fuerte como la Roca, y tan fuerte, que Ella es la que le aplasta la cabeza al demonio; es como el diamante, porque es cristalina, pura y limpia, y su Corazón es como un diamante dentro de un diamante. La Luz que vino a este diamante, es su Hijo Jesús, que viene de Dios Padre en la eternidad, y por eso en el Credo decimos de Jesús que Él es: “Dios de Dios, Luz de Luz”, y como Él es luz eterna, Él es la Lámpara que en el cielo alumbra a los ángeles y a los santos, en la Jerusalén celestial. En el cielo, los ángeles y los santos no se iluminan con luz eléctrica, ni con luz de sol, sino con luz de Jesús, que es el Cordero de Dios. Dios es luz, una luz hermosísima, viva, que enamora a quien la ve; quien ve esa luz, ya no ama nada más que no sea esa luz, que es Dios, y el que la ve y la ama, recibe tanto amor, tanta paz, tanta alegría, tanta dulzura, que ya no le importa nada más y no quiere ninguna otra cosa que estar dentro de esa luz, que es Dios Trinidad.
Bueno, volviendo al Pesebre, para saber cómo fue el Nacimiento del Niño Dios, habíamos quedado en que la Virgen era como un diamante, y Jesús como la luz del sol: Jesús en la Encarnación, cuando el Arcángel Gabriel le dijo a la Virgen que iba a ser la Mamá de Dios Hijo, cuando la Virgen dijo que “Sí” aceptaba ser la Mamá de Dios, en ese momento Jesús entró en Ella, primera en su alma y después en su Cuerpo inmaculado, y se quedó ahí, quietito, bien abrigadito, dentro de la panza de su Mamá. Como Él era invisible, porque era Espíritu Puro, la Virgen le fue tejiendo, con mucho amor, un Cuerpecito, para que cuando naciera, si era invisible como Dios, fuera visible como Niño, y así es como podemos ver al Niño Dios, a Dios que nace como Niño.
En la Encarnación, la Virgen fue como el diamante que recibe y encierra la luz: recibió y encerró a su Hijo, luz del mundo, con amor infinito, y lo revistió con un cuerpo, y le dio como alimento de su propia carne y de su propia sangre, como hace toda mamá cuando su hijo pequeño está en su panza.
Después, cuando llegó el momento del Nacimiento, la Virgen también fue como el diamante: así como el diamante, después de encerrar la luz, la deja salir, así también la Virgen dejó salir a su Hijo Dios, luz del mundo, y así como el rayo de sol, cuanto atraviesa el cristal, no lo daña, dejándolo sano, antes, durante y después de pasar a través de Él, así la Virgen permaneció Virgen antes, durante y después del parto, que fue de esta manera: cuando llegó la Hora en que Jesús debía nacer, la Virgen se arrodilló y puso sus manos y su Corazón en oración, y se hizo un gran silencio; todos los ángeles, en el cielo y en la tierra, estaban expectantes; una gran luz descendió del cielo sobre la gruta, y lo envolvió todo, y en ese momento, de la parte de arriba de la panza de la Virgen, estando Ella arrodillada en oración, salió una luz, más brillante que mil millones de soles juntos; los ángeles, que estaban todos arrodillados, se inclinaron hasta tocar la tierra con la frente, en señal de adoración, y luego comenzaron a entonar cánticos de alabanza y de adoración; a medida que la luz salía de la panza de la Virgen, la luz, blanquísima, iba tomando forma, la forma de un Niño, y esto sucedió lentamente, hasta que todos pudieron ver que esa luz ¡era el Niño Dios! Un ángel tomó al Niño en brazos, y se lo dio a la Virgen, que lo recibió con gran amor y alegría, y lo estrechó contra su Corazón, para darle abrigo y calor.
Luego, San José, que se había quedado más lejos, arrodillado y en oración, en éxtasis de amor al ver el Nacimiento milagroso de su hijo adoptivo, se acercó para adorar a su Hijo, que era al mismo tiempo su Dios, y también lo besó y lo estrechó contra su corazón. Después, San José acercó todavía más a los dos mansos animalitos que estaban en la gruta, el burro y el buey, para que le dieran calor al Niño Dios, y él se fue a buscar un poco de leña para hacer fuego.
Después de abrigarlo y alimentarlo, la Virgen lo acostó en el Pesebre, y ahí el Niño Dios sonrió y extendió sus bracitos, como si estuviera en Cruz, porque desde que nació, el Niño Dios quiso subir a la Cruz, para ser clavado con tres clavos, para poder salvarnos. ¡Ya desde el Pesebre pensaba en la Cruz, con la que nos iba a salvar y a llevar al Cielo!
Cuando veamos el Pesebre, en este tiempo de Navidad, nos acordemos del Nacimiento milagroso del Niño Dios, como un rayo de luz que atraviesa un cristal; nos acordemos de la Virgen, que es como un diamante, que primero encerró la luz y luego la dio al mundo, y adoremos al Niño del Pesebre, porque Él vino para, cuando fuera grande, subir a la Cruz, y desde allí darnos su Amor, el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

El Adviento para Niños - 4to Domingo de Adviento - Ciclo C



         En el Evangelio de hoy, la Virgen, que está embarazada por obra del Espíritu Santo, y lleva en su panza a Jesús, que todavía no ha nacido, va a visitar a su prima, Santa Isabel, que también está embarazada.
         El Evangelio nos cuenta que, cuando la Virgen llegó y saludó a Santa Isabel, el niño que llevaba Isabel en su panza, Juan Bautista, dio un “salto de alegría”. ¿Por qué saltó de alegría el Bautista? Muchos decían que no era que había saltado de alegría, sino que lo único que había hecho era moverse en la panza de su mamá, así como se mueven los niños antes de nacer, y que no era que estaba alegre, sino que Santa Isabel, como iba a ser mamá por primera vez, y no sabía bien cómo era un embarazo, entonces ella creyó que su niño saltaba de alegría, cuando la verdad era que el niño sólo se había movido, y había dado una patadita en la panza de su mamá, como hacen muchos chicos.
         La verdad es que Juan el Bautista sí saltó de alegría, y no era que su mamá, Santa Isabel, se había confundido: Juan Bautista sí saltó de alegría, porque supo que venían la Virgen y que dentro de la Virgen, en su panza, venía Jesús. ¿Y cómo supo Juan Bautista que venían Jesús y la Virgen, si él, estando en la panza de su mamá, no podía ver a ninguno? Lo supo porque el que le avisó que venían Jesús y María, era el Espíritu Santo, y como el Espíritu Santo es el Amor y la Alegría de Dios, Juan Bautista se puso muy pero muy alegre, y así fue que dio un “salto de alegría”, estando dentro de la panza de su mamá, Isabel.
         Esto que le pasó a Juan Bautista, alegrarse porque venía Jesús traído por su Mamá, María, es muy importante para nosotros, porque en Navidad, tenemos que tener la misma alegría de Juan Bautista, y tenemos que tener tanta alegría, que tenemos que dar “saltos de alegría”, como él.
La Navidad es para nosotros una fiesta de mucha pero mucha alegría, porque la Virgen María trae a su Hijo Jesús, en su panza, y el Espíritu Santo lo hace nacer milagrosamente en Belén, ¡para que venga a salvarnos y a llevarnos al cielo! ¡No hay alegría más grande que saber que el Niño Dios nace en Belén, para que subamos con Él a la Cruz, y por la Cruz vayamos al encuentro de Dios Padre! ¡Saltemos de alegría para Navidad, como Juan Bautista, por tan hermosa noticia!

viernes, 14 de diciembre de 2012

El Adviento para Niños 3er Domingo de Adviento - Ciclo C





  En este Domingo de Adviento, el color que se usa en la Santa Misa cambia: de morado a rosa. ¿Por qué? Recordemos que Adviento es tiempo de penitencia, porque la penitencia sirve para purificar el corazón, lo cual es muy necesario para poder recibir al Niño Dios en Navidad. Pero resulta que la Iglesia hoy nos dice que, en vez del color morado, que significa penitencia, hay que usar el color rosado, que significa alegría, y el motivo del cambio es que la Iglesia se alegra por lo que dice Juan el Bautista en el Evangelio: “Cuando venga el Mesías –el Mesías, el Salvador, es el Niño Dios-, Él los va a bautizar con fuego y Espíritu Santo”. Esto que dice el Bautista, es lo que nos causa gran alegría: ¡el Niño de Belén, para Navidad, nos va a traer al Espíritu Santo!
Entonces, en este Domingo, la Iglesia, escuchando lo que dice Juan el Bautista, nos dice a nosotros: “El Niño Dios está ya muy cerca; ¡Haz una pausa en la penitencia, y alégrate por su llegada, porque el Niño Dios vendrá para regalarte su Espíritu, que es fuego de Amor!”.
         El motivo para alegrarnos es que cuando llegue el Niño Dios, Él nos va a regalar su Espíritu, que es el Espíritu de Dios, un Espíritu que Amor Puro, más puro que el cielo azul en un día de sol. Y esto nos hace pensar: si el Niño Dios me trae un regalo para Navidad, que es su Espíritu de Amor, entonces yo tengo que ofrecerle también un regalo, que es el pobre amor de mi pobre corazón.
         El Espíritu que nos trae el Niño Dios -es un regalo que Él nos hace de parte de Dios Padre- es como si fuera un fuego, y por eso en la Biblia al Espíritu de Dios se llama “fuego”, y los pocos que lo han visto, lo han visto como fuego, aunque también algunos, como Juan el Bautista, lo vieron como paloma.
         Bueno, la cosa es que este Niño Dios nos va a traer su Espíritu, que es fuego, pero es un fuego que se parece en algo al que conocemos, y en otras cosas no se parece tanto. ¿Cómo es este fuego que nos trae el Niño Dios?
         Para saber cómo es este fuego del Niño Dios, vamos a compararlo con el fuego de la tierra. El fuego de la tierra, cuando se acerca a la hierba seca, la quema y la consume; cuando se acerca a la madera, la convierte, primero en brasa, y luego en cenizas; cuando se acerca al hierro, éste primero es negro, duro y frío, y el fuego lo convierte en algo blanco, blando y caliente, es decir, el fuego lo que hace es, a todo lo que se le acerca a él, lo convierte en algo parecido a él: una hierba con llamas de fuego, una brasa encendida, un hierro “al rojo vivo”, que quiere decir que tiene fuego dentro de él, y eso es lo que hace que el hierro cambie de color, se vuelva más blando y adquiera luz y calor. Así es la forma de actuar del fuego de la tierra. ¿Cómo actúa el Espíritu Santo, ese fuego que nos trae el Niño de Belén?
Lo primero que hay que ver es que  el Espíritu Santo no actúa sobre la hierba, la madera o el hierro, sino sobre el corazón humano, y lo transforma: así como el fuego de la tierra incendia el pasto seco, así el Espíritu del Niño Dios, incendia el corazón del hombre en el Amor de Dios; así como el fuego de la tierra hace arder la madera, convirtiéndola en brasa, así el Espíritu del Niño de Belén convierte al corazón en una brasa que arde en el Amor a Dios; así como el fuego, entrando dentro del hierro, lo convierte a éste, que es negro, duro, oscuro y frío, en algo nuevo, porque es blanco, blando y caliente, además de ser capaz de dar luz, así el Espíritu Santo convierte al corazón, que está endurecido y frío por la falta de amor, y que es oscuro porque le falta la luz de Dios, en un corazón igual al Corazón de Jesús: envuelto en las llamas del Amor de Dios, lleno de Amor divino, y resplandeciente, porque ilumina a todos con la luz misma del fuego del Espíritu Santo. Todo esto hace el fuego de Dios, el que nos viene a traer el Niño de Belén.
¿Cómo podemos conseguir ese fuego? Acercándonos al Pesebre para adorar al Niño Dios: quien se acerca al Pesebre, para adorar al Niño de Belén, recibe de Él su Espíritu Santo, Espíritu que hace arder al corazón en el Amor de Dios, ¡y éste es el motivo del color rosa en este día, y el motivo de tanta alegría para la Iglesia y para todos nosotros, que amamos al Niño Dios!
         

jueves, 6 de diciembre de 2012

El Adviento para Niños - 2do Domingo de Adviento - Ciclo C



         Antes de que Jesús saliera a hablar de Dios a todas las gentes, su primo, Juan Bautista, que había nacido milagrosamente de Santa Isabel, se fue al desierto a predicar para avisarles a todos que Jesús ya iba a comenzar a hablarles de Dios.
En uno de esos días, estaba Juan en el desierto, y comenzó a decirles a los que escuchaban, lo siguiente: “Preparen los caminos del Señor, allanen los senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos” (Lc 3, 16).
Lo que Juan les decía a los que lo escuchaban, nos lo dice a nosotros la Iglesia en Adviento, que cumple la misma tarea de Juan, porque la Iglesia anuncia a Jesús, como Juan, y está en el desierto del mundo, porque el mundo, sin Dios, es un lugar vacío y sin belleza, como el desierto, además de estar lleno de alimañas, como alacranes, arañas, víboras, y de bestias salvajes, como los chacales del desierto, sólo que las alimañas y bestias salvajes del mundo son los ángeles que se rebelaron contra Dios y porque no lo quisieron amar y servir, se cayeron del cielo, y ya nunca más van a poder volver ahí, y mientras tanto, buscan tentarnos para que nosotros nos alejemos de Dios.
Bueno, resulta que Juan el Bautista les decía que: “Preparen los caminos del Señor, allanen los senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos”. Y cuando uno escucha a Juan, parece como que tendríamos que ser ingenieros de caminos, de esos que hacen puentes y construyen carreteras, o trabajar en Vialidad Nacional, o agarrar una pala y subir al cerro San Javier, o a cualquier otro cerro, para poder prepararnos para Navidad, porque todo esto nos lo dice la Iglesia, para que nos preparemos para Navidad. Parecería que tenemos que hacer esto, porque las indicaciones que da Juan el Bautista son esas: “allanar los senderos”, quiere decir que un sendero, que es un caminito que va a la montaña, y da muchas vueltas, y tiene subidas y bajadas, habría que convertirlo en un camino derechito, sin curvas, sin subidas ni bajadas. ¿En verdad que tenemos que hacer todo esto en Adviento, para prepararnos para Navidad?
Y podría ser que sí, que tenemos que volver derechitos a todos los senderos, y rellenar los valles, y bajar las montañas, porque el Niño Dios viene para Navidad dentro de la panza de su Mamá, la Virgen, sentada en un burrito, y de pie va caminando San José, que guía al burrito, y como vienen caminando desde muy lejos, habría que allanar los senderos y hacer todo el trabajo que nos dicen Juan el Bautista y la Iglesia, para que el burrito, que trae a la Virgen y al Niño Dios, no se canse, y pueda llegar más rápido. ¿Es verdad entonces que tenemos que agarrar una pala y un pico, y salir a hacer lo que nos dice Juan el Bautista? Y si nos ponemos a trabajar en los senderos que encontramos, o en las montañas que encontramos, ¿no vamos a tardar demasiado, se va a pasar Navidad, no vamos a terminar, y el Niño Dios no va a llegar?
Sí, es verdad que tenemos que hacer lo que Juan y la Iglesia nos dicen en Adviento, pero los senderos que tenemos que enderezar, los valles que tenemos que rellenar, y las montañas que tenemos que bajar, no son las de la tierra, sino más bien están dentro nuestro, y se ponen como un obstáculo entre nuestro corazón y el burrito que trae al Niño Dios y a la Virgen.
¿Cuáles son estos obstáculos?
Los senderos, esos caminos angostos, llenos de curvas, de subidas y bajadas, y que por ahí se pierden en cualquier parte, o no llevan a ningún lado, representan el poco amor que le demostramos a Dios, cuando no queremos vivir sus Mandamientos: si Dios nos dice: “Ama a Dios y al prójimo como a ti mismo”, y para eso necesitamos sacrificio y generosidad, preferimos amarnos a nosotros mismos, egoístamente, dejando de lado a Dios y al prójimo, porque preferimos nuestros intereses a los de los demás, empezando por los papás y los hermanos. Así somos como un sendero que no va a ningún lado.
Si Dios nos dice: “Santificarás las fiestas”, con los cual nos dice que tenemos que venir a la Misa del Domingo para encontrarnos con su Hijo Jesús en la Eucaristía, y así recibir todo el Amor infinito de su Sagrado Corazón, que late de Amor por nosotros, preferimos, al Amor del Sagrado Corazón, el triste y vacío consuelo que nos dan las criaturas, que nos distraen de todas las maneras posibles para que no recemos, para que no vayamos a Misa, para que no visitemos a Jesús en el sagrario. Así somos como un sendero que, en vez de llegar a su destino, conduce a un barranco.
Si Dios nos dice: “Honrarás padre y madre”, y con eso nos quiere decir que nunca jamás debemos faltar el respeto a nuestros padres, además de tratarlos siempre con amor y afecto, obedeciendo en todo lo que nos dicen, y en vez de eso los tratamos bien cuando queremos y cuando no queremos no los tratamos bien, somos como los senderos que suben y bajan, suben y bajan, que producen cansancio y que además parecen no llegar nunca a destino.
Los valles que hay que rellenar, son nuestra pereza espiritual, que no nos deja llegar a Dios, porque si la montaña es una figura de Dios, el valle es una figura de nuestro desgano en rezar, por ejemplo el Rosario, en decirle piropos a lo largo del día –se llaman “jaculatorias”-, como por ejemplo, “Jesús, en Vos confío”, “Jesús, te amo”, “Virgen María, Madre Mía, sé mi auxilio y protección”, y muchas otras más, además de rezar a la noche la devoción a las tres Avemarías, pidiendo para nosotros y nuestros seres queridos no caer en pecado mortal; la pereza espiritual nos lleva también a no querer rezar la Biblia y a creer que es un libro de adorno en la biblioteca; la pereza espiritual nos lleva también a amar más y a conocer más a ídolos del mundo, como Messi, Cristiano Ronaldo, Harry Potter, o cualquier cantante de moda, antes que a Jesús.
Las montañas son la figura de nuestro orgullo, que se levanta entre nuestro corazón y el burrito de Belén que trae a Jesús y a la Virgen; el orgullo no deja entrar el Niño Jesús, porque el Corazón de Jesús, como el de la Virgen, es un corazón “manso y humilde”, y en el orgulloso, aquel que no sabe perdonar ni pedir perdón, aquel que no sabe humillarse, aquel que no sabe hacer pasar de largo los defectos del prójimo, en definitiva, el que no sabe amar, no puede recibir al Niño Dios, que viene en Navidad, porque el Niño Dios es Amor Puro, infinito, y para recibirlo hay que tener amor y humildad en el corazón.
Entonces, en Adviento, Juan el Bautista y la Iglesia nos piden que “allanemos los senderos, que rellenemos los valles, que aplanemos las colinas”. ¿De qué manera? Haciendo un examen de conciencia, reconociendo nuestros errores, y haciendo el propósito de cambiar, y para eso tenemos que rezar, leer la Biblia, y pedirle a la Virgen que nos haga que nuestro corazón sea como el del Niño Jesús: “Virgen María, haz que mi corazón sea como el Corazón de tu Hijo Jesús, para que yo pueda recibirlo con amor y alegría en Navidad”.