Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

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viernes, 2 de noviembre de 2012

La Santa Misa para Niños XXX - La comunión del sacerdote



Sacerdote y Todos: Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz.
Antes de comulgar, el sacerdote dice esta oración secreta: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti.
Antes de que comulguen los demás, lo hace en primer lugar el sacerdote. Si para cualquiera, la comunión no puede nunca ser distraída, mucho menos lo debe ser para el sacerdote. Pero para el sacerdote –y para todo fiel- la comunión no solo no debe ser distraída, sino más bien llena de amor, y es este amor el que hace que el sacerdote pida en la oración secreta que Jesús “nunca” le permita separarse de Él.
Para poder cumplir con este propósito, de “nunca” separarse de Jesús, aquí el sacerdote puede aprovechar la petición de San Ignacio en sus Ejercicios: morir antes que cometer un pecado mortal, o un pecado venial deliberado. Este pedido hace que el corazón del sacerdote se abra más al Amor de Dios, hasta llegar al amor más grande y más puro, y el más perfecto, que es amar a Jesús no por temor al infierno, ni tampoco por el deseo del cielo, sino por estar Él en la Cruz, y lo ama tanto que solo desea lo que Jesús desea en la Cruz, y solo ama lo que Jesús ama en la cruz, y así elige lo que más lo haga parecido a Cristo crucificado.
Es este amor el que le hace decir a Santa Teresa:


No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Santa Teresa de Ávila)



                En pocas palabras, Santa Teresa alcanza la más alta sabiduría divina, aquella que solo se puede alcanzar a los pies de la Cruz: el Amor a Dios, por parte del cristiano, el amor más perfecto y puro, que más que abrir las puertas del cielo, abre las puertas del Sagrado Corazón de Jesús, es el que se tiene, no por temor al infierno, ni por deseos del cielo, sino por compasión a Jesús crucificado, llagado y herido de amor en la Cruz.
         Es Amor perfecto, porque amar a Dios por temor al infierno, es más temer al dolor que ser movido por el amor; amar a Dios por deseo del cielo, es más amor a sí mismo por el disfrute de lo bello y santo, que amar a Dios por ser quien Es, Dios infinitamente perfecto y santo. Uno y otro son buenos amores, pero muy imperfectos, porque miran más, uno, al infierno, y el otro, al cielo, antes que a Cristo crucificado. Sólo el Amor que surge de la contemplación de Cristo crucificado, de sus llagas, de sus golpes, de su humillación, de su dolor, de su Sangre derramada, es el Amor perfecto, el Amor puro, el Amor que se enciende en el corazón del hombre como fuego de Amor vivo, porque es Amor que desciende directamente del Sagrado Corazón al corazón de quien lo contempla.
         Pero también es perfecto de toda perfección, el Amor que surge de la contemplación de la Presencia Eucarística de Dios Hijo encarnado, y por eso podríamos parafrasear a Santa Teresa y decir:

Oh Dios de la Eucaristía,
no me mueve, para quererte,
el cielo prometido,
ni me mueve, para no ofenderte,
el infierno tan temido.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
oculto en el blanco silencio
De la Hostia santa y pura;
Muéveme, y en tal manera,
Que aunque infierno no hubiera,
Y aunque cielo no esperara,
Lo mismo, 
Por tu Amor de infinita caridad,

por tu Amor Eterno,
Por tu Amor Santo,
Por tu Amor incomprensible,
Lo mismo, Te amara y adorara,
En el tiempo y en la eternidad. Amén.

Pero hay otra cosa que tiene que tener en cuenta el sacerdote –y el que comulga-, para que no le suceda lo mismo, y es el acordarse de lo que le pasó a Judas Iscariote en la Última Cena, que comulgó con el demonio, según el Evangelio: “Cuando Judas tomó el bocado Satanás entró en él” (cfr. Jn 13, 21-38). No puede ser más clara y explícita la consecuencia del pecado: la comunión con el diablo. Judas Iscariote traiciona a Jesús, y esto se traduce en la unión con el diablo, expresada en la comunión sacrílega.
Después de relatar la comunión sacrílega con Satanás, el evangelista Juan agrega: “Judas salió. (…) Afuera era de noche”. Judas sale del cenáculo donde se celebra la Última Cena, para entrar en el reino de las tinieblas: “afuera era de noche”. Las tinieblas de la noche, que siguen al día solar, son sólo una figura de las verdaderas tinieblas, las del reino del infierno, en donde mora y reina el Príncipe de las tinieblas, Satanás. Judas Iscariote traiciona a Jesús, y por la traición se aleja de Cristo, que es luz, para entrar en comunión con las tinieblas y con el demonio.
Pero no solo Judas traiciona a Jesús. También Pedro, el primer Papa, lo habrá de traicionar, y su traición es profetizada pro Jesús en el mismo momento en el que Judas consuma su traición, uniéndose al demonio por la comunión: “No cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces”. Pedro traiciona a Jesús, y Judas también traiciona a Jesús, pero la diferencia entre uno y otro es el arrepentimiento: Pedro se arrepiente y acude, de rodillas ante la Virgen, a implorar de la Madre el perdón del Hijo; Judas, en cambio, no se arrepiente, se encierra en sí mismo, no pide perdón, se desespera, y termina suicidándose. Debido a que nosotros también traicionamos a Jesús, cada vez que pecamos, debemos imitar siempre a Pedro, y nunca a Judas Iscariote, acudiendo al sacramento de la confesión, pidiendo a la Madre Iglesia el perdón de Jesús.
Al aproximarse la Pasión, aflora la debilidad humana, y esto sucede en el seno mismo de la Iglesia: Pedro, el primer Papa, y Judas Iscariote, sacerdote y discípulo de Cristo, ambos participantes de la Última Cena, que es la Primera Misa, ambos traicionan a Jesús. De los hombres, sólo hay debilidad, egoísmo, cobardía y traición; de parte del Hombre-Dios, sólo hay Amor y Misericordia.
Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti”. El sacerdote pide a Jesús que no lo deje nunca separarse de Él, y para eso se une con todo su corazón al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en la comunión.

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