Sacerdote y Todos: Cordero de Dios, que quitas el
pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten
piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos
la paz.
Antes de
comulgar, el sacerdote dice esta oración secreta: “Señor Jesucristo, Hijo de
Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con
tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu
Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus
mandamientos y jamás permitas que me separe de ti.
Antes de que comulguen los
demás, lo hace en primer lugar el sacerdote. Si para cualquiera, la comunión no
puede nunca ser distraída, mucho menos lo debe ser para el sacerdote. Pero para
el sacerdote –y para todo fiel- la comunión no solo no debe ser distraída, sino
más bien llena de amor, y es este amor el que hace que el sacerdote pida en la
oración secreta que Jesús “nunca” le permita separarse de Él.
Para poder cumplir con este
propósito, de “nunca” separarse de Jesús, aquí el sacerdote puede aprovechar la
petición de San Ignacio en sus Ejercicios: morir antes que cometer un pecado
mortal, o un pecado venial deliberado. Este pedido hace que el corazón del
sacerdote se abra más al Amor de Dios, hasta llegar al amor más grande y más
puro, y el más perfecto, que es amar a Jesús no por temor al infierno, ni tampoco
por el deseo del cielo, sino por estar Él en la Cruz, y lo ama tanto que solo desea lo que Jesús desea
en la Cruz, y
solo ama lo que Jesús ama en la cruz, y así elige lo que más lo haga parecido a
Cristo crucificado.
Es este amor el que le hace
decir a Santa Teresa:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Santa Teresa de Ávila)
En pocas palabras, Santa Teresa alcanza la más alta sabiduría divina, aquella
que solo se puede alcanzar a los pies de la Cruz: el Amor a Dios, por parte del cristiano, el
amor más perfecto y puro, que más que abrir las puertas del cielo, abre las
puertas del Sagrado Corazón de Jesús, es el que se tiene, no por temor al
infierno, ni por deseos del cielo, sino por compasión a Jesús crucificado,
llagado y herido de amor en la
Cruz.
Es
Amor perfecto, porque amar a Dios por temor al infierno, es más temer al dolor
que ser movido por el amor; amar a Dios por deseo del cielo, es más amor a sí
mismo por el disfrute de lo bello y santo, que amar a Dios por ser quien Es,
Dios infinitamente perfecto y santo. Uno y otro son buenos amores, pero muy
imperfectos, porque miran más, uno, al infierno, y el otro, al cielo, antes que
a Cristo crucificado. Sólo el Amor que surge de la contemplación de Cristo
crucificado, de sus llagas, de sus golpes, de su humillación, de su dolor, de
su Sangre derramada, es el Amor perfecto, el Amor puro, el Amor que se enciende
en el corazón del hombre como fuego de Amor vivo, porque es Amor que desciende
directamente del Sagrado Corazón al corazón de quien lo contempla.
Pero
también es perfecto de toda perfección, el Amor que surge de la contemplación
de la Presencia
Eucarística de Dios Hijo encarnado, y por eso podríamos
parafrasear a Santa Teresa y decir:
Oh Dios de la Eucaristía,
no me mueve, para quererte,
no me mueve, para quererte,
el cielo prometido,
ni me mueve, para no ofenderte,
el infierno tan temido.
el infierno tan temido.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
oculto en el blanco silencio
De la
Hostia santa y pura;
Muéveme, y en tal manera,
Que aunque infierno no hubiera,
Y aunque cielo no esperara,
Lo mismo,
Por tu Amor de infinita caridad,
Por tu Amor de infinita caridad,
por tu Amor Eterno,
Por tu Amor Santo,
Por tu Amor incomprensible,
Lo mismo, Te amara y adorara,
En el tiempo y en la eternidad. Amén.
Pero hay otra cosa que tiene
que tener en cuenta el sacerdote –y el que comulga-, para que no le suceda lo
mismo, y es el acordarse de lo que le pasó a Judas Iscariote en la Última Cena,
que comulgó con el demonio, según el Evangelio: “Cuando Judas tomó el bocado
Satanás entró en él” (cfr. Jn 13,
21-38). No puede ser más clara y explícita la consecuencia del pecado: la
comunión con el diablo. Judas Iscariote traiciona a Jesús, y esto se traduce en
la unión con el diablo, expresada en la comunión sacrílega.
Después de relatar la
comunión sacrílega con Satanás, el evangelista Juan agrega: “Judas salió. (…)
Afuera era de noche”. Judas sale del cenáculo donde se celebra la Última Cena,
para entrar en el reino de las tinieblas: “afuera era de noche”. Las tinieblas
de la noche, que siguen al día solar, son sólo una figura de las verdaderas
tinieblas, las del reino del infierno, en donde mora y reina el Príncipe de las
tinieblas, Satanás. Judas Iscariote traiciona a Jesús, y por la traición se
aleja de Cristo, que es luz, para entrar en comunión con las tinieblas y con el
demonio.
Pero no solo Judas traiciona
a Jesús. También Pedro, el primer Papa, lo habrá de traicionar, y su traición
es profetizada pro Jesús en el mismo momento en el que Judas consuma su
traición, uniéndose al demonio por la comunión: “No cantará el gallo antes que
me hayas negado tres veces”. Pedro traiciona a Jesús, y Judas también traiciona
a Jesús, pero la diferencia entre uno y otro es el arrepentimiento: Pedro se
arrepiente y acude, de rodillas ante la Virgen, a implorar de la Madre el perdón del Hijo;
Judas, en cambio, no se arrepiente, se encierra en sí mismo, no pide perdón, se
desespera, y termina suicidándose. Debido a que nosotros también traicionamos a
Jesús, cada vez que pecamos, debemos imitar siempre a Pedro, y nunca a Judas
Iscariote, acudiendo al sacramento de la confesión, pidiendo a la Madre Iglesia el perdón de
Jesús.
Al aproximarse la Pasión, aflora la debilidad
humana, y esto sucede en el seno mismo de la Iglesia: Pedro, el primer Papa, y Judas Iscariote,
sacerdote y discípulo de Cristo, ambos participantes de la Última Cena, que es la Primera Misa, ambos traicionan
a Jesús. De los hombres, sólo hay debilidad, egoísmo, cobardía y traición; de
parte del Hombre-Dios, sólo hay Amor y Misericordia.
“Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me
separe de ti”. El sacerdote pide a Jesús que no lo deje nunca separarse de
Él, y para eso se une con todo su corazón al Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús, en la comunión.
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