Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

sábado, 17 de noviembre de 2012

La Santa Misa para Niños XXXII – Comunión – Post – Comunión – Despedida



Sacerdote: El Cuerpo de Cristo.

Al recibir a Jesús en la Eucaristía, tenemos que hacer, desde lo más profundo del corazón, un acto de fe, de amor y de adoración a Jesús, Presente en la Sagrada Hostia. Cuando el sacerdote nos muestra la Hostia consagrada y dice: “El Cuerpo de Cristo”, es ahí que tenemos que decirle a Jesús, con todo el corazón: “Jesús, te amo, te bendigo, te adoro, con todas las fuerzas de mi alma, de mi corazón; ven a Mí, oh buen Jesús, entra en mi humilde morada, dulce Jesús, y llénale con el agradable aroma de tu santidad; entra, y quédate conmigo para siempre, no permitas que nunca me aleje de ti; sólo te pido que me des tu Amor para que te ame, en el tiempo y en la eternidad”.
A este acto de fe, de amor y de adoración, tenemos que acompañarlo con un acto de fe, de amor y de adoración exterior, que es el arrodillarnos al momento de comulgar, porque este es un signo externo de adoración.
¿Por qué decimos que debemos hacer una genuflexión al comulgar? Porque si bien el acto de amor y de adoración a Jesús Eucaristía es ante todo interior, es muy conveniente acompañar este acto interior con un acto exterior, y la genuflexión es el gesto más indicado para expresar lo que creen la mente y el corazón: lo que estamos por recibir no es un poco de pan, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.
Que nos arrodillemos al comulgar, nos lo pide el Santo Padre Benedicto XVI: “Existen ambientes, no poco influyentes, que intentan convencernos de que no hay necesidad de arrodillarse. Dicen que es un gesto que no se adapta a nuestra cultura (pero ¿cuál se adapta?); no es conveniente para el hombre maduro, que va al encuentro de Dios y se presenta erguido. (...) Puede ser que la cultura moderna no comprenda el gesto de arrodillarse, en la medida en que es una cultura que se ha alejado de la fe, y no conoce ya a aquel ante el que arrodillarse es el gesto adecuado, es más, interiormente necesario. Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central”[1].
Esto es muy importante, porque de lo contrario –si no hacemos el acto de fe, acompañado de gestos internos y externos de adoración a Cristo Presente en la Eucaristía-, puede pasarnos lo que a la multitud en la multiplicación de los panes y peces, y así como la multitud no ve el signo espiritual, sino que interpreta el milagro de Jesucristo en un sentido puramente material, así también a nosotros nos puede pasar que pasemos a comulgar mecánica y distraídamente.
Meditemos entonces en el milagro de la multiplicación de panes y pescados. El Evangelio dice así: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los entregó” (cfr. Lc 9, 1).
         La multitud ve en este gesto de Jesús un signo puramente material: les da de comer, satisface su necesidad básica y elemental. No ven un gesto mesiánico.
         No podemos reprochar a la multitud esta carencia de visión, puesto que en la Iglesia misma, a veinte siglos de distancia, muchos continúan, en muchos casos, interpretando demasiado material y humanamente el signo de Jesús, al igual que la multitud de la escena evangélica.
         Así como la multitud veía en Jesús a un maestro de religión santo que hacía milagros, entre ellos, el de multiplicar los panes y los peces, y quería hacerlo rey sólo por este hecho, dejando de lado su condición divina, así muchos ven a la Iglesia y a su acto litúrgico principal, la santa misa, como una organización de beneficencia que se dedica a la filantropía con un tinte religioso, dejando de lado la consideración de la misa como el sacrificio del Cordero, como el don del Cuerpo y de la Sangre del Hombre-Dios, y dejando de lado a la consideración de la Iglesia como a la Esposa de ese Cordero, que ofrece el Cuerpo y la Sangre de su Esposo en sacrificio a Dios por toda la humanidad.
         Ni Jesús es un hombre cualquiera, como muchos de entre la multitud lo veían, ni la Eucaristía es sólo pan bendecido, como muchos en la Iglesia sostienen hoy, ya que en Jesús predicando y obrando el milagro de la multiplicación y en Jesús donado como Pan de Vida eterna en el altar, hay un secreto oculto detrás de las apariencias. Tanto en Jesús obrando el milagro como en Jesús ofrecido como Eucaristía hay un misterio oculto: el sacramento de la Eucaristía es para nosotros lo que Jesús para sus discípulos: así como Jesús ocultaba, detrás de su naturaleza humana, al Verbo eterno del Padre, así la Eucaristía oculta, detrás de su apariencia de pan, al Verbo eterno del Padre, encarnado, muerto y resucitado.
         El cuerpo de Cristo, en uno y en otro caso, actúa como un velo que oculta y a la vez como una puerta abierta que revela lo que está detrás de ella: el cuerpo de Jesús oculta y muestra a la naturaleza divina, al ser divino de Dios Uno y Trino: “Quien me Ve, Ve a Mi Padre que me envió”, dice Jesús.
         La multitud ignora que Jesús no es el hijo del carpintero que estudió mucho y se convirtió en un hombre sabio y santo; ignora que es el Verbo eterno del Padre, que ha tomado un cuerpo humano y que se muestra a través de ese cuerpo humano y obra milagros a través de ese cuerpo humano. De la misma manera, muchos en la Iglesia ignoran que la Eucaristía no es pan bendecido y consagrado, sino el cuerpo real, verdadero, vivo y resucitado, del Cordero de Dios, que continúa ofreciéndose para nosotros en el altar así como se ofrece en la cruz.
         Como Dios-Hombre, como Pan de Vida, Cristo, Verbo del Padre, se dona en su cuerpo y junto a su cuerpo, nos entrega la divinidad, y esto es absolutamente incomprensible, de ahí que la multitud no entienda que debajo de ese cuerpo humano está Dios Hijo; de ahí que muchos en la Iglesia no entiendan que en de la Eucaristía está ese mismo Dios Hijo que nos dona su cuerpo resucitado y con su cuerpo resucitado, la divinidad.
         Hoy como ayer, Jesús, Hombre-Dios, prolonga el misterio de su don. A la multitud, les da pan y pescado: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los entregó”. A nosotros no nos da pan terrenal, sin vida, y pescado asado: nos da su cuerpo vivo, entregado en la cruz y en el altar; no nos da ni pescado asado ni pan, nos da su cuerpo, como Pan de Vida eterna y como carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo.


Todos: Amén.

         Quiere decir: “Así es”, y es un acto de fe que hacemos en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, antes de comulgar; creemos que la Eucaristía es Jesús, Hombre-Dios, y no un simple “pan bendecido”; creemos que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.

         Oración después de la Comunión.

         La post-comunión no es un momento ni para cantar, ni para dar avisos parroquiales, ni para pensar que ya la Misa está por terminar. Es el momento tal vez más trascendente para la espiritualidad del fiel –y también para el sacerdote-, pues Cristo está en el alma, que lo acaba de recibir en la comunión. Es por eso que para este momento se aplica todo lo que dijimos más arriba, con relación al silencio. Para este momento resuenan las palabras de Jesús en el Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (3, 20).
Es decir, este momento es un tiempo de profunda intimidad con Jesucristo, que ha entrado en nuestras almas por la comunión eucarística, y mal haríamos si a tan distinguido huésped lo dejáramos en el pórtico de entrada, para distraernos con cualquier otra cosa.
“Cuando ha terminado de distribuir la Comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato, recogidos”[2].


         Para esta parte final de la Misa, dice el Misal Romano: “Al rito de conclusión pertenecen:
a) Breves avisos, si fuere necesario.
b) El saludo y la bendición del sacerdote, que en algunos días y ocasiones se enriquece y se expresa con la oración sobre el pueblo o con otra fórmula más solemne.
c) La despedida del pueblo, por parte del diácono o del sacerdote, para que cada uno regrese a su bien obrar, alabando y bendiciendo a Dios.
d) El beso del altar por parte del sacerdote y del diácono y después la inclinación profunda al altar de parte del sacerdote, del diácono y de los demás ministros”[3].

Sacerdote: Oremos.

En nombre de todos, el sacerdote manifiesta el agradecimiento a Dios Padre por el don recibido. Con distintas palabras cada día, pide que los frutos de la Eucaristía sean eficaces y nos lleven a vivir siempre con Él en el cielo[4].

Todos: Amén.

Sacerdote: El Señor esté con ustedes.

Todos: Y con tu espíritu.

El sacerdote bendice al pueblo.

Antes de volver cada uno a su vida normal, recibimos la bendición de Dios para que, con su fuerza, sepamos imitar a Cristo entregándonos a los demás en el trabajo, en nuestra casa, en nuestro ambiente[5].

Sacerdote: La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes.

Todos: Amén.

Sacerdote: Pueden ir en paz.

Hacia el final de la Misa el sacerdote despide, a los que han participado de la celebración eucarística, con un saludo de paz, diciéndoles: “Pueden ir en paz”.
Al contrario de lo que pudiera parecer, no se trata de una mera despedida, al estilo de las despedidas entre los hombres. Se trata, en realidad, más que de una despedida, de un envío a la misión, con un propósito bien claro: dar testimonio, con sus vidas, de aquello que han visto y oído en la Santa Misa. Lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica[6], al explicar el nombre “(…) Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (“missio”) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana”.
Es decir, el saludo de despedida del sacerdote ministerial, más que indicar el fin de una ceremonia, es una señal, para el Nuevo Pueblo Elegido, de que debe comunicar al mundo aquello de lo que ha sido espectador. El “Pueden ir en paz”, sería entonces equivalente al envío de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mt 16, 15-16). ¿Por qué es equivalente este simple anuncio a las palabras de Jesús en las que envía a la Iglesia a la misión? Porque el cristiano, debe testimoniar y proclamar al mundo, con su vida, que la Buena Nueva se actualiza en la Santa Misa, porque allí Jesús resucitado se hace Presente con su misterio pascual de muerte y resurrección.
¿Cuál es entonces el anuncio que el cristiano, que acaba de salir de Misa, debe hacer al mundo? En otras palabras: ¿Cuál es la misión de la Iglesia?
La respuesta la encontramos meditando el pasaje del evangelio en el que las santas mujeres de Jerusalén van al sepulcro, y lo encuentran vacío: “Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío (cfr. Mt 28, 8-15).
         La misión de la Iglesia es continuación de la misión de las santas mujeres, de la experiencia espiritual vivida por ellas el Domingo de Resurrección.
Es decir, la experiencia del Domingo de Resurrección de las santas mujeres, el hecho de contemplar el sepulcro vacío, el llenarse de alegría por esto, y correr a anunciar a los demás lo que había  sucedido, inicia, en esencia, la misión misma de la Iglesia. Como las mujeres, que se llenan de alegría al comprobar que Cristo ya no está en el sepulcro, y que inmediatamente van a anunciar la noticia a los demás discípulos, así la Iglesia, en el tiempo y en la historia humana, contemplando con la luz de la fe el misterio de la muerte y resurrección del Hombre-Dios, y asistida por el Espíritu Santo en la certeza indubitable de esta verdad de fe, llenándose Ella misma de júbilo y de alegría por este hecho, que concede a la humanidad un nuevo sentido, un sentido de eternidad, va a misionar al mundo, anunciando la alegre noticia: Cristo ha resucitado.
Sin embargo, en el anuncio de las piadosas mujeres, si bien inicia la misión de la Iglesia, debe ser completado con un anuncio todavía más sorprendente, todavía más asombroso, todavía más maravilloso, que el hecho mismo de la Resurrección. La Iglesia tiene para anunciar al mundo un hecho que, podríamos decir, supera a la misma resurrección, y es algo del cual la Iglesia, y sólo la Iglesia, es la depositaria y, aún más, Ella misma protagonista, porque este hecho se origina en su mismo seno.
La Iglesia no sólo anuncia, con alegría sobrenatural, el mismo anuncio de las mujeres piadosas, es decir, el hecho de que Cristo ha resucitado, y que el sepulcro de Cristo está vacío: la Iglesia anuncia, con alegría y asombro sobrenatural, que el sepulcro de Cristo está vacío, y que por lo mismo, ya no ocupa más la piedra del sepulcro con su Cuerpo muerto, porque Cristo ha resucitado, porque ahora, con su Cuerpo glorioso, además de estar en el cielo, está de pie, vivo, glorioso, resucitado, sobre la piedra del altar, en la Eucaristía, y la Iglesia es protagonista, porque el prodigio de la resurrección del Domingo de Pascuas, se renueva en cada Santa Misa, en donde ese Cuerpo resucitado el Domingo, es el mismo Cuerpo en el que se convierte el pan luego de la transubstanciación.
La Iglesia entonces no solo anuncia lo que anunciaron las piadosas mujeres de Jerusalén, que el sepulcro está vacío, que en la piedra sepulcral ya no está el Cuerpo muerto de Jesús, sino que anuncia, además, que el Cuerpo vivo, glorioso, luminoso, lleno de la vida de la Trinidad, se encuentra en la piedra del altar eucarístico, en virtud del sacramento del altar, la Eucaristía.
“(con la llegada de la luz del sol) Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío”. Dice el Evangelio que las mujeres, ayudadas por la luz del sol, al clarear el nuevo día, luego de ver vacía la piedra del sepulcro, corren, llenas de alegría, a anunciar que Cristo ha resucitado.
De los cristianos deberían decirse: “Los cristianos, luego de contemplar, con la luz del Espíritu Santo, que la piedra del altar está ocupada con el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, llenos de alegría, corren a anunciar al mundo, con sus obras de misericordia, que Cristo ha resucitado y está, vivo y glorioso, en la Eucaristía”.

Todos: Demos gracias a Dios.

El sacerdote besa el altar y se retira, después de hacer una reverencia. Los fieles se retiran, aunque no sin antes hacer “una justa y debida acción de gracias[7].

El sacerdote besa el altar, que representa a Cristo, al terminar la Misa -como lo hizo al iniciar- renovando el propósito de no solo no traicionar a Jesús, sino de crecer cada día en su imitación, en su seguimiento camino del Calvario llevando la cruz, en su amor.
La misa ha comenzado con un beso al altar, que representa a Cristo, y termina también con otro beso. Es el beso de la Iglesia a Cristo, representado en el altar, y por lo mismo, debemos poner amor, para dar este mismo beso a Cristo, en ese altar interior que es el corazón[8].


[1] Ratzinger, El espíritu de la liturgia.
[2] OGMR, 56.
[3] Cfr. OGMR, 90.
[4] Cfr. Manglano Castellary, o.c.
[5] Cfr. Manglano Castellary, o.c., 62.
[6] 1332.
[7] Congregación para el culto divino.
[8] Cfr. Manglano Castellary, o.c., 62.

No hay comentarios:

Publicar un comentario