Sacerdote: El Cuerpo de Cristo.
Al recibir a Jesús en la Eucaristía, tenemos que
hacer, desde lo más profundo del corazón, un acto de fe, de amor y de adoración
a Jesús, Presente en la
Sagrada Hostia. Cuando el sacerdote nos muestra la Hostia consagrada y dice:
“El Cuerpo de Cristo”, es ahí que tenemos que decirle a Jesús, con todo el
corazón: “Jesús, te amo, te bendigo, te adoro, con todas las fuerzas de mi
alma, de mi corazón; ven a Mí, oh buen Jesús, entra en mi humilde morada, dulce
Jesús, y llénale con el agradable aroma de tu santidad; entra, y quédate
conmigo para siempre, no permitas que nunca me aleje de ti; sólo te pido que me
des tu Amor para que te ame, en el tiempo y en la eternidad”.
A este acto de fe, de amor y
de adoración, tenemos que acompañarlo con un acto de fe, de amor y de adoración
exterior, que es el arrodillarnos al momento de comulgar, porque este es un
signo externo de adoración.
¿Por qué decimos que debemos
hacer una genuflexión al comulgar? Porque si bien el acto de amor y de
adoración a Jesús Eucaristía es ante todo interior, es muy conveniente
acompañar este acto interior con un acto exterior, y la genuflexión es el gesto
más indicado para expresar lo que creen la mente y el corazón: lo que estamos
por recibir no es un poco de pan, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro
Señor Jesucristo.
Que nos arrodillemos al
comulgar, nos lo pide el Santo Padre Benedicto XVI: “Existen ambientes, no poco
influyentes, que intentan convencernos de que no hay necesidad de arrodillarse.
Dicen que es un gesto que no se adapta a nuestra cultura (pero ¿cuál se
adapta?); no es conveniente para el hombre maduro, que va al encuentro de Dios
y se presenta erguido. (...) Puede ser que la cultura moderna no comprenda el
gesto de arrodillarse, en la medida en que es una cultura que se ha alejado de
la fe, y no conoce ya a aquel ante el que arrodillarse es el gesto adecuado, es
más, interiormente necesario. Quien aprende a creer, aprende también a
arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse
estaría enferma en un punto central”[1].
Esto es muy importante,
porque de lo contrario –si no hacemos el acto de fe, acompañado de gestos
internos y externos de adoración a Cristo Presente en la Eucaristía-, puede
pasarnos lo que a la multitud en la multiplicación de los panes y peces, y así
como la multitud no ve el signo espiritual, sino que interpreta el milagro de
Jesucristo en un sentido puramente material, así también a nosotros nos puede
pasar que pasemos a comulgar mecánica y distraídamente.
Meditemos entonces en el
milagro de la multiplicación de panes y pescados. El Evangelio dice así: “Jesús
tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció
sobre ellos la bendición, los partió y los entregó” (cfr. Lc 9, 1).
La
multitud ve en este gesto de Jesús un signo puramente material: les da de
comer, satisface su necesidad básica y elemental. No ven un gesto mesiánico.
No
podemos reprochar a la multitud esta carencia de visión, puesto que en la Iglesia misma, a veinte
siglos de distancia, muchos continúan, en muchos casos, interpretando demasiado
material y humanamente el signo de Jesús, al igual que la multitud de la escena
evangélica.
Así como
la multitud veía en Jesús a un maestro de religión santo que hacía milagros,
entre ellos, el de multiplicar los panes y los peces, y quería hacerlo rey sólo
por este hecho, dejando de lado su condición divina, así muchos ven a la Iglesia y a su acto
litúrgico principal, la santa misa, como una organización de beneficencia que
se dedica a la filantropía con un tinte religioso, dejando de lado la
consideración de la misa como el sacrificio del Cordero, como el don del Cuerpo
y de la Sangre
del Hombre-Dios, y dejando de lado a la consideración de la Iglesia como a la Esposa de ese Cordero, que
ofrece el Cuerpo y la Sangre
de su Esposo en sacrificio a Dios por toda la humanidad.
Ni Jesús
es un hombre cualquiera, como muchos de entre la multitud lo veían, ni la Eucaristía es sólo pan
bendecido, como muchos en la
Iglesia sostienen hoy, ya que en Jesús predicando y obrando
el milagro de la multiplicación y en Jesús donado como Pan de Vida eterna en el
altar, hay un secreto oculto detrás de las apariencias. Tanto en Jesús obrando
el milagro como en Jesús ofrecido como Eucaristía hay un misterio oculto: el
sacramento de la Eucaristía
es para nosotros lo que Jesús para sus discípulos: así como Jesús ocultaba,
detrás de su naturaleza humana, al Verbo eterno del Padre, así la Eucaristía oculta,
detrás de su apariencia de pan, al Verbo eterno del Padre, encarnado, muerto y
resucitado.
El
cuerpo de Cristo, en uno y en otro caso, actúa como un velo que oculta y a la
vez como una puerta abierta que revela lo que está detrás de ella: el cuerpo de
Jesús oculta y muestra a la naturaleza divina, al ser divino de Dios Uno y
Trino: “Quien me Ve, Ve a Mi Padre que me envió”, dice Jesús.
La
multitud ignora que Jesús no es el hijo del carpintero que estudió mucho y se
convirtió en un hombre sabio y santo; ignora que es el Verbo eterno del Padre,
que ha tomado un cuerpo humano y que se muestra a través de ese cuerpo humano y
obra milagros a través de ese cuerpo humano. De la misma manera, muchos en la Iglesia ignoran que la Eucaristía no es pan
bendecido y consagrado, sino el cuerpo real, verdadero, vivo y resucitado, del
Cordero de Dios, que continúa ofreciéndose para nosotros en el altar así como
se ofrece en la cruz.
Como
Dios-Hombre, como Pan de Vida, Cristo, Verbo del Padre, se dona en su cuerpo y
junto a su cuerpo, nos entrega la divinidad, y esto es absolutamente
incomprensible, de ahí que la multitud no entienda que debajo de ese cuerpo
humano está Dios Hijo; de ahí que muchos en la Iglesia no entiendan que
en de la Eucaristía
está ese mismo Dios Hijo que nos dona su cuerpo resucitado y con su cuerpo
resucitado, la divinidad.
Hoy como
ayer, Jesús, Hombre-Dios, prolonga el misterio de su don. A la multitud, les da
pan y pescado: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los
ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los entregó”. A
nosotros no nos da pan terrenal, sin vida, y pescado asado: nos da su cuerpo
vivo, entregado en la cruz y en el altar; no nos da ni pescado asado ni pan,
nos da su cuerpo, como Pan de Vida eterna y como carne del Cordero, asada en el
fuego del Espíritu Santo.
Todos: Amén.
Quiere
decir: “Así es”, y es un acto de fe que hacemos en la Presencia real de Jesús
en la Eucaristía,
antes de comulgar; creemos que la
Eucaristía es Jesús, Hombre-Dios, y no un simple “pan
bendecido”; creemos que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro
Señor Jesucristo.
Oración después de la Comunión.
La
post-comunión no es un momento ni para cantar, ni para dar avisos parroquiales,
ni para pensar que ya la Misa
está por terminar. Es el momento tal vez más trascendente para la espiritualidad
del fiel –y también para el sacerdote-, pues Cristo está en el alma, que lo
acaba de recibir en la comunión. Es por eso que para este momento se aplica
todo lo que dijimos más arriba, con relación al silencio. Para este momento
resuenan las palabras de Jesús en el Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo;
si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él
conmigo” (3, 20).
Es decir, este momento es un
tiempo de profunda intimidad con Jesucristo, que ha entrado en nuestras almas
por la comunión eucarística, y mal haríamos si a tan distinguido huésped lo
dejáramos en el pórtico de entrada, para distraernos con cualquier otra cosa.
“Cuando ha terminado de
distribuir la Comunión,
el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato,
recogidos”[2].
Para esta parte final de la Misa, dice el Misal Romano:
“Al rito de conclusión pertenecen:
a) Breves avisos, si fuere necesario.
b) El saludo y la bendición del sacerdote, que en
algunos días y ocasiones se enriquece y se expresa con la oración sobre el
pueblo o con otra fórmula más solemne.
c) La despedida del pueblo, por parte del diácono o
del sacerdote, para que cada uno regrese a su bien obrar, alabando y
bendiciendo a Dios.
d) El beso del altar por parte del sacerdote y del
diácono y después la inclinación profunda al altar de parte del sacerdote, del
diácono y de los demás ministros”[3].
Sacerdote: Oremos.
En nombre de todos, el sacerdote manifiesta el
agradecimiento a Dios Padre por el don recibido. Con distintas palabras cada
día, pide que los frutos de la
Eucaristía sean eficaces y nos lleven a vivir siempre con Él
en el cielo[4].
Todos: Amén.
Sacerdote: El Señor esté con ustedes.
Todos: Y con tu espíritu.
El sacerdote bendice al pueblo.
Antes de volver cada uno a
su vida normal, recibimos la bendición de Dios para que, con su fuerza, sepamos
imitar a Cristo entregándonos a los demás en el trabajo, en nuestra casa, en
nuestro ambiente[5].
Sacerdote: La bendición de Dios
todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes.
Todos: Amén.
Sacerdote: Pueden ir en paz.
Hacia el final de la Misa el sacerdote despide, a
los que han participado de la celebración eucarística, con un saludo de paz,
diciéndoles: “Pueden ir en paz”.
Al contrario de lo que
pudiera parecer, no se trata de una mera despedida, al estilo de las despedidas
entre los hombres. Se trata, en realidad, más que de una despedida, de un envío
a la misión, con un propósito bien claro: dar testimonio, con sus vidas, de
aquello que han visto y oído en la Santa
Misa. Lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica[6], al
explicar el nombre “(…) Santa Misa: porque la
liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío
de los fieles (“missio”) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su
vida cotidiana”.
Es decir, el saludo de
despedida del sacerdote ministerial, más que indicar el fin de una ceremonia,
es una señal, para el Nuevo Pueblo Elegido, de que debe comunicar al mundo
aquello de lo que ha sido espectador. El “Pueden ir en paz”, sería entonces
equivalente al envío de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la
creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se
condenará” (Mt 16, 15-16). ¿Por qué
es equivalente este simple anuncio a las palabras de Jesús en las que envía a la Iglesia a la misión?
Porque el cristiano, debe testimoniar y proclamar al mundo, con su vida, que la Buena Nueva se actualiza en la
Santa Misa, porque allí Jesús resucitado se
hace Presente con su misterio pascual de muerte y resurrección.
¿Cuál es entonces el anuncio
que el cristiano, que acaba de salir de Misa, debe hacer al mundo? En otras
palabras: ¿Cuál es la misión de la
Iglesia?
La respuesta la encontramos meditando el pasaje del
evangelio en el que las santas mujeres de Jerusalén van al sepulcro, y lo
encuentran vacío: “Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el
sepulcro estaba vacío (cfr. Mt 28,
8-15).
La
misión de la Iglesia
es continuación de la misión de las santas mujeres, de la experiencia
espiritual vivida por ellas el Domingo de Resurrección.
Es decir, la experiencia del
Domingo de Resurrección de las santas mujeres, el hecho de contemplar el
sepulcro vacío, el llenarse de alegría por esto, y correr a anunciar a los
demás lo que había sucedido, inicia, en
esencia, la misión misma de la Iglesia. Como
las mujeres, que se llenan de alegría al comprobar que Cristo ya no está en el
sepulcro, y que inmediatamente van a anunciar la noticia a los demás
discípulos, así la Iglesia,
en el tiempo y en la historia humana, contemplando con la luz de la fe el
misterio de la muerte y resurrección del Hombre-Dios, y asistida por el
Espíritu Santo en la certeza indubitable de esta verdad de fe, llenándose Ella
misma de júbilo y de alegría por este hecho, que concede a la humanidad un
nuevo sentido, un sentido de eternidad, va a misionar al mundo, anunciando la
alegre noticia: Cristo ha resucitado.
Sin embargo, en el anuncio
de las piadosas mujeres, si bien inicia la misión de la Iglesia, debe ser
completado con un anuncio todavía más sorprendente, todavía más asombroso,
todavía más maravilloso, que el hecho mismo de la Resurrección. La
Iglesia tiene para anunciar al mundo un hecho que, podríamos decir, supera a la
misma resurrección, y es algo del cual la Iglesia, y sólo la Iglesia, es la depositaria
y, aún más, Ella misma protagonista, porque este hecho se origina en su mismo
seno.
La Iglesia no sólo anuncia, con alegría sobrenatural, el mismo
anuncio de las mujeres piadosas, es decir, el hecho de que Cristo ha
resucitado, y que el sepulcro de Cristo está vacío: la Iglesia anuncia, con
alegría y asombro sobrenatural, que el sepulcro de Cristo está vacío, y que por
lo mismo, ya no ocupa más la piedra del sepulcro con su Cuerpo muerto, porque
Cristo ha resucitado, porque ahora, con su Cuerpo glorioso, además de estar en
el cielo, está de pie, vivo, glorioso, resucitado, sobre la piedra del altar,
en la Eucaristía,
y la Iglesia
es protagonista, porque el prodigio de la resurrección del Domingo de Pascuas,
se renueva en cada Santa Misa, en donde ese Cuerpo resucitado el Domingo, es el
mismo Cuerpo en el que se convierte el pan luego de la transubstanciación.
La Iglesia entonces no solo anuncia lo que anunciaron las
piadosas mujeres de Jerusalén, que el sepulcro está vacío, que en la piedra
sepulcral ya no está el Cuerpo muerto de Jesús, sino que anuncia, además, que
el Cuerpo vivo, glorioso, luminoso, lleno de la vida de la Trinidad, se encuentra en
la piedra del altar eucarístico, en virtud del sacramento del altar, la Eucaristía.
“(con la llegada de la luz
del sol) Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro
estaba vacío”. Dice el Evangelio que las mujeres, ayudadas por la luz del sol,
al clarear el nuevo día, luego de ver vacía la piedra del sepulcro, corren,
llenas de alegría, a anunciar que Cristo ha resucitado.
De los cristianos deberían
decirse: “Los cristianos, luego de contemplar, con la luz del Espíritu Santo,
que la piedra del altar está ocupada con el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, llenos de
alegría, corren a anunciar al mundo, con sus obras de misericordia, que Cristo
ha resucitado y está, vivo y glorioso, en la Eucaristía”.
Todos: Demos gracias a Dios.
El sacerdote besa el altar y se retira, después de
hacer una reverencia. Los fieles se retiran, aunque no sin antes hacer “una
justa y debida acción de gracias[7].
El sacerdote besa el altar,
que representa a Cristo, al terminar la
Misa -como lo hizo al iniciar- renovando el propósito de no
solo no traicionar a Jesús, sino de crecer cada día en su imitación, en su
seguimiento camino del Calvario llevando la cruz, en su amor.
La misa ha comenzado con un
beso al altar, que representa a Cristo, y termina también con otro beso. Es el
beso de la Iglesia
a Cristo, representado en el altar, y por lo mismo, debemos poner amor, para
dar este mismo beso a Cristo, en ese altar interior que es el corazón[8].
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