Comunión
Todos: Señor, no soy digno de que entres
en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
En esta parte de la Misa, nos tenemos que acordar
de lo que le dijo una vez un soldado romano a Jesús, cuando Jesús le dijo que
Él iba a ir a su casa para curar a su sirviente: “No soy digno de que entres en
mi casa” (cfr. Lc 7, 1-10).
¿Qué era lo que había
pasado, y porqué nos acordamos ahora en la Misa?
Lo que había pasado era que
el soldado romano, que era jefe de cien soldados y por eso tenía el puesto de
“centurión”, tenía un criado que se había enfermado. El centurión tenía mucha
fe en Jesús, porque lo había visto hacer milagros, y también había escuchado
todas las cosas maravillosas que hacía Jesús, y por eso va a pedirle a Jesús
que le haga un milagro, que cure al criado enfermo.
Pero cuando Jesús le dice
que va a ir a su casa a curarlo, el centurión, era muy humilde, y se
consideraba indigno de que Jesús entrara en su casa, y pensaba: “Jesús es un
Dios muy poderoso, muy grande, muy majestuoso. Él viene del cielo, donde los
ángeles lo adoran sin cesar, día y noche. Mi casa es muy pobre para que él
entre, y yo mismo soy nada delante de Él. No quiero molestarlo, porque a un Rey
tan poderoso como Jesús, no hay que molestarlo por tan poca cosa. Mejor le digo
que no se moleste en venir Él, y que mande a un sirviente suyo”. Después de
pensar esto, el centurión le dijo a Jesús: “No soy digno de que entres en mi
casa, pero envía a un servidor tuyo, que está a tus órdenes, y él te obedecerá,
así como a mí me obedecen mis soldados”.
Y Jesús, viendo que tenía
mucha fe y también mucha humildad, se volvió para hablarle a la gente que lo
seguía, y les dijo: “Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande”.
Y en premio a esta fe, y también a su humildad, porque para tener fe hay que
tener humildad, Jesús le hizo el milagro de curar a su criado, y cuando volvió
el centurión, este ya estaba curado.
Jesús ama los corazones en
los que encuentra fe y humildad, como el del centurión, y no deja de darles
toda clase de regalos y de dones espirituales.
Lo que vemos en este
Evangelio, es que el centurión, por su gran fe y humildad, mereció el elogio de
Jesús, y en recompensa, Jesús le hizo el milagro de curar a su criado.
¿Y porqué nos acordamos del
centurión romano en esta parte de la
Misa? Porque la
Iglesia quiere que imitemos la fe y la humildad del
centurión, antes de la comunión: como el centurión, necesitamos para la
comunión esa misma fe en Cristo Jesús como Hijo de Dios, como Dios en Persona,
y no solo como un hombre más, y así como el centurión tiene fe en el poder
divino de Jesús, así nosotros tenemos que tener fe de que Jesús está oculto, en
Persona, en la Eucaristía;
como el centurión, necesitamos para la comunión su misma humildad, que lo lleva
a considerarse indigno de que Jesús lo visite en su casa: “No soy digno de que
entres en mi casa”, y así también nosotros tenemos que decirle a Jesús
Eucaristía: “No soy digno de que entres en mi corazón; Tú conoces mi debilidad,
pero envía una sola palabra de tu boca, y mi alma será sanada”.
Si tenemos la fe del
centurión en el momento de la comunión, y si repetimos esta oración en
silencio, desde lo más profundo del corazón, Jesús hará un milagro más grande
que el que hizo para el centurión: sanará nuestro corazón con el Amor de Dios.
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