Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

miércoles, 6 de abril de 2016

Retiro de Formación para Catequistas – La Santa Misa.


Retiro de Formación para Catequistas – La Santa Misa.
No hay nada más importante en la Iglesia que la Eucaristía, el Santísimo Sacramento del Altar, porque la Eucaristía es el Corazón de la Iglesia. 
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: 1324 La Eucaristía es "fuente y culmen de toda la vida cristiana" (LG 11). "Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (PO 5).
Continúa el Catecismo: 1325 "La comunión de vida divina y la unidad del Pueblo de Dios, sobre los que la propia Iglesia subsiste, se significan adecuadamente y se realizan de manera admirable en la Eucaristía. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre" (Instr. Eucharisticum mysterium, 6).
Es por esto que es necesario, en vistas a una participación cada vez más fructuosa, conocer acerca de la Santa Misa, el evento litúrgico en el cual se confecciona la Eucaristía, y esta es la razón de este Retiro de Formación para Catequistas.
Para este pequeño escrito, nos hemos servido del libro del P. Gabriele M. Roschini, La Santa Messa. Breve esposizione dogmatica, Casa Maria Editrice, Frigento (AV) 2010.
El encuentro se divide en cuatro partes: 
1-La Misa es un sacrificio. 2-Es el sacrificio de la Nueva Alianza. 3-Es el sacrificio de la cruz. 4-Cómo debe ser nuestro comportamiento en la Misa.

1. La Misa es un sacrificio.
Cuando tratamos de responder a la pregunta “¿Qué es la Misa?”, tenemos que recurrir a lo que nos enseña la Iglesia,  y la Iglesia nos dice que es “un sacrificio” ; es el sacrificio de la Nueva Alianza y es el mismo y único sacrificio de la cruz . Para profundizar en la noción de “sacrificio” de la Misa, veamos qué es lo que entendemos por sacrificio, primero en sentido general, y luego aplicado a la religión.
En un sentido general, podemos decir que “sacrificio” es la entrega de una cosa a otra a alguien, para demostrarle nuestro respeto y amor, como por ejemplo, cuando entregamos a nuestra madre o a nuestro padre en el día de sus cumpleaños un regalo costoso, un don, que nos ha costado mucho adquirirlo. Y cuando entregamos ese don –por ejemplo, un perfume para nuestra madre, un traje para nuestro padre-, no pretendemos que una parte de ese don sea para nosotros, sino que se los entregamos para que la totalidad del don sea para ellos (no reflejaría un amor puro, sino un amor egoísta, el pretender quedarnos con parte de ese don). Con este don que hacemos a nuestros padres hacemos dos cosas: por un lado, reconocemos nuestra dependencia de ellos –nos dieron la vida y nos dan su amor-; por otra parte, les testimoniamos al mismo tiempo nuestro amor hacia ellos.
Ahora bien, cuando hacemos referencia a Dios podemos decir, en líneas generales, que el sacrificio es una forma de honrar a Dios, con lo cual el hombre reconoce la Majestad divina  (así como reconocemos en nuestros padres su superioridad sobre nosotros, por el solo hecho de ser nuestros progenitores, así en Dios reconocemos su infinita superioridad sobre nosotros, debido a su infinita majestad). El sacrificio religioso es la ofrenda de una cosa sensible –algo que puede ser captado por los sentidos- hecha por el sacerdote a Dios, la cual se destruye para testimoniar el dominio supremo que Dios tiene sobre todas las cosas (así como decíamos que en el don que hacemos a nuestros padres, no pretendemos quedarnos con algo de él, sino que se lo entregamos en su totalidad a ellos, así sucede con el sacrificio religioso: es todo para Dios, y por eso se destruye, para testimoniar esta pertenencia a Dios); además, testimoniamos así nuestra dependencia de Él  (si dependemos de nuestros padres biológicos, porque nos dieron la vida y su amor, mucho más dependemos de Dios, que nos creó y nos dio la vida eterna y su Amor de Dios, el Espíritu Santo). 
También tenemos que decir que a Dios hemos de darle y sacrificarle, no unos objetos, sino nosotros mismos  -esto quiere decir, ofrecerle a Dios nuestro ser, nuestra alma, nuestro cuerpo, todo lo que somos y todo lo que tenemos-, porque esto es un sacrificio mucho más preciado para Él; sin embargo, para que este sacrificio sea plenamente digno y agradable a Dios, nos debemos ofrecer a Dios en Cristo, por Cristo y para Cristo, es decir, no debemos ofrecernos en sacrificio por nosotros mismos, independientemente del sacrificio de Cristo en la cruz. Otra cosa a tener en cuenta es que, si bien lo que se ofrece a Dios es algo sensible, en el mundo de los espíritus, en este sentido, todo acto de culto es un sacrificio hecho a Dios.
Para que haya un sacrificio, en sentido religioso, es necesario que posea estas cuatro características: el Sacerdote (causa eficiente o Quién), es quien realiza el sacrificio; un objetivo final (causa final, Para qué), que es el de adorar a Dios, agradecerle, impetrarle nuevos favores, expiar los pecados; la materia del sacrificio (causa material, Qué cosa) es la cosa sensible que se ofrece, es decir, la víctima; por último, lo que caracteriza al sacrificio es la destrucción –o mejor, sublimación, es decir, conversión en algo superior- de la víctima (causa formal o Cómo se hace), en virtud de lo cual la víctima es sustraída completamente de nuestro uso y se ofrece a Dios. Esta forma de sacrificio, en la que se destruye completamente la víctima, se llama “inmolación”. Entre las diversas religiones, se consideraba que el acto más noble y eficaz del sacerdote era el sacrificio de inmolación, en el que se ofrecía a la divinidad un objeto en forma de aniquilación real y simbólica (generalmente, a través del fuego), con lo cual se daba a entender que se reconocía a la divinidad como causa primera de todo lo creado, señor supremo de todos los seres, patrón y árbitro de la vida y de la muerte. Esto se ve en el episodio del profeta Elías, cuando se enfrenta a los sacerdotes de Baal: El profeta Elías desafía a los sacerdotes de Baal, haciendo llover fuego del cielo luego de invocar al Único Dios verdadero, mientras los sacerdotes de Baal no pueden hacer nada, por más que gritaban como enajenados y danzaban frenéticamente (1 Re 18-21). El fuego que baja desde el cielo y consume la ofrenda de Elías, inmolándola -es decir, convirtiéndola en humo que asciende al cielo, significando así que pertenece a Dios-, es figura del Espíritu Santo, Fuego de Amor Divino, que en la Santa Misa convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. 
En la Misa, puesto que es un verdadero sacrificio, están presentes estos cuatro elementos: Quién, Qué cosa, Cómo se hace, Para qué: Quién hace el sacrificio: Jesús es el Sacerdote Sumo y Eterno (que actúa a través del sacerdote ministerial); Qué cosa se sacrifica: Él mismo, porque Él es Sacerdote, pero al mismo tiempo es también la Víctima inmolada, santa y pura; Cómo se realiza el sacrificio: su Carne, sublimada por la gloria de Dios y deificada en la Eucaristía, es lo que se ofrece a Dios; Para qué se sacrifica: se sacrifica para adorar a Dios, que es la forma más alta del sacrificio.   
2. La Misa es el sacrificio de la Nueva Alianza.
Hemos visto que la Misa es un sacrificio, pero no basta con decir esto, puesto que la Misa es algo más: es el sacrificio de la Nueva Alianza, totalmente distinto al sacrificio de la Antigua Alianza, en el que se sacrificaban animales, los cuales de suyo no tienen ningún valor  a los ojos de Dios: los sacrificios de la Antigua Alianza era sólo sombras o figuras, mientras que el sacrificio de la Nueva Alianza es la realidad representada por la figura.
En todas las épocas de la historia de la humanidad, y en todos los pueblos del mundo, los hombres han ofrecido sacrificios a la divinidad (no eran válidos y no estaban dirigidos al Dios Verdadero, pero se caracterizaban por esto: por realizar sacrificios en honor a la divinidad). Enseña Santo Tomás de Aquino que ofrecer sacrificios al Dios Verdadero es algo natural  (como es algo natural que halaguemos y honremos a nuestros padres con dones costosos, en el sentido de que conseguirlos nos cuesta un real sacrificio). Ofrecer sacrificios a Dios es algo natural porque Dios es quien nos ha creado, además de habernos redimido y santificado, y es por eso que le debemos el ofrecimiento de toda nuestra adoración, nuestro honor, nuestra alabanza, nuestra acción de gracias y todo nuestro amor. En la Biblia, ya desde el libro del Génesis, encontramos numerosos ejemplos de sacrificios ofrecidos a Dios, comenzando por los hijos de Adán y Eva, Caín –las primicias de sus cosechas- y Abel –corderos- (aunque sólo el de Abel, realizado con amor, elevaba su humo blanco al cielo, significando que era grato a Dios, mientras que el de Caín, cuyo corazón estaba lleno de soberbia y envidia, despedía un humo negro y espeso que no subía hasta el trono de Dios, por lo que no era agradable a Dios), y también ofrecieron sacrificios los Patriarcas. El sacrificio de Abraham, figura del sacrificio de Cristo: Abraham, Dios Padre; el Ángel, el Espíritu Santo; el hijo de Abraham (un niño inocente), Dios Hijo encarnado, Jesús. En la Nueva Alianza, al igual que en la Antigua, debía haber un sacrificio visible, porque “no hay religión sin sacrificio” -como dice el Papa León XIII- y éste es el Santo Sacrificio de la Cruz: “Debido a que era necesario que un rito sacrificial acompañara en todo tiempo la religión, el designio divino del Redentor fue que el sacrificio consumado una vez para siempre sobre la Cruz fuera perpetuo y perenne” . Y el Santo Sacrificio de la Misa es idéntico, numéricamente y substancialmente, al Santo Sacrificio de la Cruz, es decir, tanto el sacrificio de la cruz, como el de la misa, son un único y mismo sacrificio. En otras palabras, el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la misa, no son dos sacrificios distintos, sino uno solo e idéntico, o sea, el mismo, con identidad numérica.
3. El sacrificio de la Misa es substancialmente idéntico al sacrificio de la cruz.
Tanto en el sacrificio de la misa, como en el sacrificio de la cruz, se encuentran los mismos elementos constitutivos; es decir, las causas o principios constitutivos son idénticamente los mismos: 
1-La causa eficiente (Quién), que es el Sacerdote, es idéntica en uno y en otro, porque en uno y en otro, el Sacerdote es idéntico, y ese Sacerdote es Jesucristo. Sobre el Gólgota, Jesucristo se ofreció por sí mismo, inmediatamente; en la Misa se ofrece por medio del sacerdote ministerial; es decir, se sirve del sacerdote ministerial, haciéndose visible por medio de él, pero permanece siempre Él, Jesucristo, el Sacerdote principal. Dice la Escritura: “Jesús, como permanece para siempre, tiene un sacerdocio eterno. De aquí que tiene poder para llevar a la salvación definitiva a cuantos por él se vayan acercando a Dios, porque vive para siempre para interceder por ellos. Y tal era precisamente el sumo sacerdote que nos convenía: santo, sin maldad, sin mancha, excluido del número de los pecadores y exaltado más alto que los cielos. No tiene necesidad, como los sumos sacerdotes, de ofrecer víctimas cada día, primero por sus propios pecados y luego por los del pueblo. Esto lo hizo una vez por todas, ofreciéndose a sí mismo” (Heb 7, 24-27). En Él se unifican todos los sacerdotes del mundo, o mejor, todos los sacerdotes del mundo participan del único Sacerdocio de Jesucristo y ningún sacerdote ministerial es sacerdote si no es por participación al sacerdocio de Cristo. En consecuencia, el sacerdote, llegado el momento esencial de la Misa, la consagración, se olvida de sí mismo, de su persona, haciéndola desaparecer; se ensimisma con la Persona de Cristo y dice: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. Es Cristo el que se sirve de su voz, de sus manos, de su cuerpo, para ofrecerse visiblemente. En ningún otro momento se cumple con mayor perfección las palabras del San Pablo, aplicadas al sacerdote ministerial, que en la Santa Misa, sobre todo en la consagración: “Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí”. Los sacerdotes no obran en nombre propio, sino in Persona Christi, en la Persona de Cristo, cuando consagran su Cuerpo y su Sangre . Y esto se prueba por las palabras mismas de la consagración, en las cuales el sacerdote no dice: “Esto es el Cuerpo de Cristo”, sino “Esto es mi Cuerpo” y esto porque representa a la Persona de Cristo, que es quien transforma la substancia del pan y del vino en las substancias verdaderas de su Cuerpo y su Sangre. Es obvio, además, que cuando el sacerdote dice: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”, no está diciendo que son su cuerpo y su sangre, es decir, las suyas de él en cuanto ser humano, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
2-Tanto en el Santo Sacrificio de la Cruz, ocurrido en el Calvario, como en el Santo Sacrificio del Altar, llevado a cabo cada vez, la causa material (Qué cosa se ofrece para el sacrificio) es substancialmente idéntica: en uno y otro sacrificio, la causa material, es decir, la víctima ofrecida, es Jesús, el Hombre-Dios, que en cuanto tal, es una víctima de valor infinito. En ambos sacrificios –el de la cruz y el del altar-, la Víctima es una sola y la misma: Aquel que, en la Misa, la ofrece por medio del sacerdote ministerial, es el mismo que, sobre el altar de la cruz, se ofreció a sí mismo; lo que varía es el modo de ofrecer la Víctima, pero esta es una y la misma en la cruz y en la Misa. En el altar de la cruz, Jesucristo se ofreció a sí mismo con su Cuerpo real, aún sin haber pasado por la gloria de la Resurrección y esto es lo que se quiere decir cuando se dice que “se ofreció en su propia especie”, es decir, en su Humanidad Santísima unida a la Persona divina del Verbo, pero todavía sin pasar por la gloria de la Resurrección; en los altares eucarísticos, en la Santa Misa, Jesús se ofrece también a sí mismo como Víctima, pero bajo “otra especie”, es decir, oculto bajo la apariencia de pan –que ya no es más pan sin levadura-, oculto bajo las especies –los accidentes- del pan y del vino; oculto en la Eucaristía, en donde está verdadera, real y substancialmente presente.
3-Tanto en el Santo Sacrificio de la Cruz, como en el Santo Sacrificio de la Misa, es substancialmente idéntica la causa formal (Cómo se hace), que es la acción de sacrificar, es decir, la inmolación de la víctima. Y éste es el punto central de la cuestión: tanto en uno como en otro sacrificio, la inmolación de la víctima es idéntica. La única diferencia es que en la cruz, la inmolación de la víctima es cruenta, desde el momento en que se separan el Cuerpo y la Sangre de Cristo de modo real, en su Cuerpo real y verdaderamente humano, el Viernes Santo. En cambio, en el sacrificio de la Santa Misa, la separación es incruenta, porque se trata de una separación mística del Cuerpo y la Sangre de Cristo y esto en virtud de la consagración distinta del pan (símbolo del cuerpo) y del vino (símbolo de la sangre). Ahora bien, hay que notar que esta separación mística y representativa del cuerpo y la sangre de Cristo obtiene su virtud -podríamos decir, se origina en- la inmolación real acaecida en la Cruz, embebiéndose, compenetrándose, impregnándose, de esta, inmolación pasada en cuanto al acto cruento y material y en cuanto se realizó en el tiempo, hace veinte siglos, pero permaneciendo sin embargo in eterno, eternamente, con toda su virtud, su valor y su fuerza divina, porque es de virtud y de valor infinito, desde el momento en que es realizado por el Hombre-Dios Jesucristo, quien, al ser Dios, es “su misma eternidad” . Esta inmolación real, acaecida en el tiempo, se realizó y debía realizarse sólo una vez (Heb 9, 27) y siendo de valor infinito -por el motivo mencionado, el ser realizada por Jesucristo- no puede volver a repetirse. Es de esta inmolación real, de la que trae su virtud -su fuerza, su poder divinos- la inmolación mística que se tiene en la Santa Misa, siendo este un sacrificio esencialmente relativo -que se relaciona con- al de la Cruz -el cual es sacrificio absoluto, es el sacrificio en sí mismo-, del cual depende esencialmente. La inmolación mística, embebiéndose, compenetrándose, impregnándose con toda la virtud de la inmolación real, no es una representación vacía de la misma, sino una real y verdadera representación de la misma, o sea, del sacrificio del Calvario con el cual, por lo tanto, se identifica en su punto esencial. Sólo en este sentido se puede decir que la inmolación mística constituye la esencia del sacrificio eucarístico, es decir, no solo en cuanto es representativo, sino en cuanto lo contiene al sacrificio o inmolación real. Es por esto que no se puede nunca sostener que el sacrificio de la Misa es solo una mera conmemoración del sacrificio ofrecido sobre la cruz, porque en el divino sacrificio que se cumple en la Misa, está contenido e inmolado en modo incruento el mismo Cristo, el mismo que se inmoló una sola vez cruentamente en el altar de la cruz . El sacrificio de la Misa, por lo tanto, representa y contiene al mismo sacrificio de la Cruz, y lo aplica a las almas: representándolo lo contiene y conteniéndolo lo representa. Es por esto que a la Misa no le falta nada de la virtud infinita del sacrificio del Gólgota: es el recuerdo viviente -una conmemoración que hace presente lo que se conmemora, en virtud del misterio de la liturgia eucarística- del sacrificio de la Cruz; no es un mero recuerdo, como cuando alguien trae a la memoria un hecho pasado, sino que hace presente al hecho evocado, el sacrificio del Calvario. Es por esto que la Misa debe imprimir, en nuestro pensamiento y en nuestro corazón, la muerte en cruz de Jesús. Asistir al sacrificio de la Misa es substancialmente lo mismo que asistir al sacrificio de la Cruz, pues Calvario y Misa están estrecha e indisolublemente unidos y no pueden ser separados sin alterarse el misterio pascual de Muerte y Resurrección de Jesús: la redención quedaría incompleta sin la Misa  -por la Misa alcanzan los frutos de la redención las almas a lo largo del tiempo y del espacio- y la Misa perdería todo significado si no estuviera unida substancialmente a la Cruz -sería un mero memorial vacío, un recuerdo simbólico, piadoso, de la Cena y la Muerte de Jesús, pero nada más que un recuerdo, sin hacer presente el misterio del sacrificio de la Cruz-. En otras palabras, podemos decir toda vez que se celebra litúrgicamente en la Misa el recuerdo o la memoria del sacrificio de la Cruz, se repite cada vez la obra de nuestra redención. Dice la Constitución Sacrosanctum Concilium : “En efecto, la Liturgia, por cuyo medio “se ejerce la obra de nuestra Redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia”. Por estas razones, debemos asistir a la Santa Misa con la misma disposición interior, con la misma actitud, con el mismo amor, con el que María Santísima y Juan Evangelista estuvieron al pie de la Cruz: la Virgen, ofreciendo a su Hijo por la salvación del mundo; San Juan, reparando, con sus actos de amor, el desamor de los hombres hacia Dios. Aún más, hay todavía otra relación, además de la relación entre Sacrificio de la Cruz-Sacrificio de la Misa, y es la Última Cena: ésta, en efecto, forma una sola cosa con el Sacrificio de la Cruz y también con el Sacrificio de la Misa, y esto en virtud de que los actos teándricos de Cristo, por disposición del Eterno Padre, debían ser coronados por la muerte de Cruz, a la cual se le atribuye, por la Sagrada Escritura, la Redención, sólo que su valor meritorio estaba suspendido hasta Jesucristo no muriese en la Cruz. 
La Última Cena, la Primera Misa.
Debemos estar muy atentos para no dejar pasar por alto el significado de la Última Cena, y de la liturgia de la Última Cena. Puesto que en la Última Cena Jesús habla del don de sí mismo, podemos creer que el cristianismo se reduce a donar parte de nuestro ser en las diversas circunstancias de la vida, como por ejemplo, donar mi tiempo, donar mi inteligencia, donar mi dinero, etc. Por otro lado, en la misa del Jueves Santo, se realiza el lavatorio de los pies, y como esto implica una enorme humildad, podemos creer, equivocadamente, que el mensaje de Jesús se reduce a un llamado a la humildad, exhortándonos a través de su ejemplo.En la Última Cena hay algo más que el don de sí mismo, y en la Santa Misa, hay mucho más que un llamado a simplemente vivir la virtud de la humildad. Para comprender el sentido sobrenatural de la Última Cena, y el sentido de la Misa, como representación sacramental de la Última Cena y del sacrificio de la cruz, hay que remontarse a la pascua judía. La pascua judía consistía en una comida ritual, un banquete con significado religioso, en el que se conmemoraba la doble liberación de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto, y la liberación que iba a traer el Mesías, cuando viniera[1]. Según la tradición judía, esta liberación por parte del Mesías, se debía cumplir en el transcurso de una pascua. La Última Cena de Jesús coincide con la pascua judía, y no es por casualidad: en la Última Cena, la Pascua de Jesús, se cumplirá todo lo que estaba prefigurado en la pascua judía.
En la pascua judía se servían hierbas amargas, las cuales recordaban a los israelitas el alimento que recibían en Egipto, tierra de esclavitud; luego, se servía pan ázimo, sin levadura, además del cordero pascual, asado, y vino. El padre de familia tomaba el pan, lo levantaba, y decía: “Este es el pan que nuestros padres comieron en Egipto. Quien tiene hambre que se acerque. Quien tenga necesidad, que venga a celebrar la Pascua”[2]. Se encendían las luces, se bendecía a Dios por haber creado la luz, y luego, el más joven de la familia, preguntaba: “¿Por qué esta noche es distinta a las otras?”. Respondía el padre de familia, haciendo un recuento histórico de todos los milagros obrados por Yahvéh a favor de Israel, desde la liberación de Egipto, hasta la promulgación de la ley[3]. Finalizado esto, el padre de familia tomaba el pan, lo partía, y bendecía a Dios diciendo: “Bendito seas, Señor Dios nuestro, que haces producir el pan de la tierra”.
Consumía el pan, luego consumía el cordero, que había sido preparado con las hierbas amargas, y se servía el vino, con otra fórmula de bendición[4].
La Pascua Judía era un anticipo y una prefiguración de la verdadera Pascua, la Pascua de Jesús, de ahí la importancia de conocerla. En la Pascua Judía se servían hierbas amargas, como recuerdo de la esclavitud de Egipto; además, se servía pan ázimo, junto al cordero pascual, asado en el fuego, y vino, en el cáliz de bendición. Se recitaban oraciones de alabanzas y de acción de gracias, y se recordaban los prodigios obrados por Yahvéh a favor del Pueblo Elegido. En la Última Cena, las hierbas amargas están reemplazadas por la amargura de la Pasión, por la inminencia de los dolores que habrán de abatirse sobre el Hombre-Dios; en la Última Cena se sirve pan ázimo, sin levadura, el Pan de Vida Eterna, y se sirve además carne de cordero, la carne gloriosa, resucitada, asada en el fuego del Espíritu Santo, del Cordero de Dios; se acompañan estos alimentos con el Vino de la Alianza Eterna y definitiva, servido en el cáliz de bendición, el cáliz del altar. La Última Cena es la realidad de la figura que era la Pascua Judía, pero también es el anticipo sacramental del sacrificio de la cruz: en el sacrificio de la cruz, se inmola el Cordero de Dios, en el fuego del Espíritu, y se entrega como Pan de Vida eterna para la salvación del mundo, y derrama su sangre, la cual será servida, como Vino de la Alianza Eterna y definitiva, en el banquete escatológico, la Santa Misa. La Pascua Judía era un anticipo de la Pascua de Jesús, y la Pascua de Jesús, la Última Cena, es un anticipo del Sacrificio de la cruz y del Sacrificio del altar.
Las celebraciones litúrgicas encierran un gran misterio, y es por este motivo que no tenemos que perder de vista el misterio sobrenatural en el que estamos inmersos: si la Pascua Judía es una prefiguración de la Última Cena, la Última Cena es la Primera Misa, y la Misa es la renovación sacramental de la Última Cena y del Sacrificio del Calvario. Es la Primera Misa, porque en la Última Cena Cristo pronuncia las palabras de la consagración –esto es mi cuerpo, esta es mi sangre-, y deja, en la Hostia del Cenáculo, su Presencia sacramental, antes de subir a la cruz. En la Última Cena Cristo entrega, en modo sacramental, su Cuerpo y su Sangre, los cuales serán entregados en forma real en el sacrificio de la cruz. La Última Cena anticipa el Sacrificio de la cruz, y en la Santa Misa se renuevan sacramentalmente, tanto el Sacrificio de la cruz, como la Última Cena.
4-Por último, es substancialmente idéntica la causa final (Para qué se hace), o sea, el objetivo de uno y otro sacrificio. Tanto en el sacrificio de la Cruz, como en el sacrificio de la Misa, Jesús, que es al mismo tiempo, Sacerdote Sumo y Eterno y Víctima Perfectísima, se ofrece por los mismos e idénticos fines: para adorar, para aplacar, para agradecer y para impetrar. Es decir, el sacrificio de la Misa no es solo para alabar y agradecer, sino que es además propiciatorio, como lo es el sacrificio del Calvario, y es por eso que no solo beneficia a quien lo recibe, sino también a vivos y muertos y debe ser ofrecida -la Misa- por los pecadores, por las almas del Purgatorio, en acción de gracias y por otras necesidades.
Tanto en el sacrificio del Altar como en el sacrificio de la Cruz, es un Dios que adora, que aplaca la Justicia Divina -encendida por nuestros pecados-, que agradece y que impetra, y ese Dios es el Hombre-Dios Jesucristo, Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en Jesús de Nazareth.
Es un Dios que adora. Por lo tanto, sus adoraciones dan infinitamente más gloria a Dios que todas las adoraciones de la Virgen, de todos los santos juntas y que las adoraciones de todos los ángeles juntas.
Es un Dios que aplaca la Justicia Divina, provocada por nuestros pecados. Y sus satisfacciones superan las de todos los santos juntos y las de todos los hombres juntos, en la hipótesis de que para descontar un solo pecado, todos los hombres de todos los tiempos, se deshicieran todos en lágrimas de contricción perfectísima e hicieran penitencia por toda la eternidad, porque las satisfacciones de Cristo son las del Hombre-Dios y, por lo tanto, tienen un valor infinito. Es por esto que el Crucificado -y, equivalentemente-, la Santa Misa, pueden llamarse “el Pararrayos del mundo”, porque a ellos se debe que el mundo no haya sido aplastado por la Justicia Divina, a causa de sus iniquidades. Pero también se le puede llamar “el Transductor”, porque Jesús crucificado -y, equivalentemente-, la Santa Misa, “convierten” a la Justicia Divina en Misericordia Divina.
Es un Dios que ofrece acción de gracias por todos los dones -naturales y sobrenaturales- que, con generosidad divina, Él mismo nos ha concedido, favores que son múltiples, tantos como nuestras necesidades espirituales y temporales -nos da absolutamente todo lo que necesitamos, tanto para la vida espiritual, como para la material- y continuos, esto es, cuantos son los instantes de nuestra existencia -por ejemplo, nos conserva en el acto de ser, a cada instante, a cada segundo-. Y las acciones de gracias, dadas por Jesús en lugar nuestro, son dignas verdaderamente de un Dios, porque son acciones de gracias de un Dios.
Es un Dios que implora nuevas gracias y nuevos favores para nosotros, por todas nuestras necesidades, tanto espirituales como materiales. Y sus impetraciones a nuestro favor son de indiscutible eficacia, porque a un tal Intercesor, nada niega el Padre: “Todo lo que pidiereis en mi Nombre, el Padre os lo dará” (cfr. Jn 14, 13). Dice San Alfonso María de Ligorio: “Si supiéramos que todos los Santos, con la Divina Madre, rezaran por nosotros, ¿qué cosas no seríamos capaces de pedir, en ventaja nuestra? Pero es cierto que una sola oración de Jesucristo puede infinitamente más que todas las oraciones de todos los santos”. Y el medio infalible para obtener todas las gracias que necesitemos -y aún más, en súper-abundancia-, para nosotros, para nuestros seres queridos y para el mundo entero, es la Santa Misa, en donde Jesucristo, el Intercesor, pide al Padre por nosotros. Pero para que la oración llegue a Jesucristo, a su Sagrado Corazón, es necesario que nuestras plegarias se eleven primero, por medio del Inmaculado Corazón de María, la Intercesora ante Jesucristo. Este admirable sacrificio de alabanzas, de acción de gracias, de propiciación y de impetración, es ofrecido ininterrumpidamente a Dios, en todos los instantes del día y de la noche, tal como lo había predicho el profeta Malaquías: “Desde la salida del sol hasta el ocaso, es grande mi nombre entre los pueblos, en todo lugar se ofrece en mi nombre un sacrificio, una oblación pura, porque mi nombre es grande entre las naciones, dice el Señor” (Mal 1, 11). Esto se cumple en la actualidad, porque la tierra gira permanentemente las 24 horas del día, lo cual quiere decir que mientras el sol sale para la mitad de la tierra, se esconde para la otra mitad, y así la Misa se celebra en forma ininterrumpida en todos los instantes del día y de la noche. Continuamente la Iglesia eleva al cielo, por manos del sacerdote ministerial, en la Eucaristía; todos los días, todo el día, la Iglesia celebra el sacrificio de la Misa, atrayendo la mirada misericordiosa de Dios, haciendo descender una lluvia de gracias. La tierra recibe, por medio de la Iglesia, la Sangre del Cordero de Dios.
4-Cómo debe ser nuestro comportamiento en la Santa Misa.
Con respecto a cómo debe ser la participación activa de los fieles, dice la Sacrosanctum Concilium : “Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos”.
La Sacrosanctum Concilium pide a los fieles: a. Que no asistan como “extraños y mudos espectadores”, sino como alguien que “comprendiendo a través de los ritos y oraciones participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada”. Para no ser “extraños y mudos espectadores”, es que tenemos el deber de formarnos con respecto al significado y naturaleza de la Misa; de esa manera -sumado al auxilio del Espíritu Santo, porque la Misa es un misterio sobrenatural-, estaremos en grado de “participar, consciente y activamente en la acción sagrada” de la Misa. ¿Qué significa este “participar consciente y activamente”? Ante todo, debemos decir qué es lo que NO ES una “participación consciente y activa”: no significa moverse más, ni bailar, ni gesticular, ni repetir las partes que sólo el sacerdote ministerial debe repetir; no significa aplaudir, ni dar el saludo de la paz al estilo saludo barrial y a media asamblea. 
La participación “consciente y activa” es, ante todo, una participación interior, espiritual, con el auxilio de la gracia y de la luz del Espíritu Santo, auxilio mediante el cual, comprendiendo que delante de nuestros ojos, aunque no lo veamos, está el Cordero de Dios que se inmola por nosotros; comprendiendo que está la mismísima Virgen María, la Madre de Dios, ofreciendo en el altar a su Hijo, así como lo ofreció en la Cruz; comprendiendo que lo que debemos hacer es inmolarnos como víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, como Jesús, unidos a Él en el Espíritu Santo, por la fe y por el amor, para que su Sangre borre nuestros pecados -comenzando por la soberbia y siguiendo luego por todos los otros- y para la salvación del mundo entero, sobre todo los pecadores más empedernidos, tal como lo pide la Virgen en Fátima, luego de hacerles experimentar el Infierno a los Pastorcitos, advirtiéndonos que si los pecadores se condenan, es porque “nadie reza por ellos”: “Oren, oren mucho porque muchas almas se van al Infierno. Sacrificaos por los pecadores y decid muchas veces, y especialmente cuando hagáis un sacrificio: “¡Oh, Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”. Al decir estas últimas palabras abrió de nuevo las manos como los meses anteriores. El reflejo parecía penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevadas por las llamas que de ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todo los lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. (Debía ser a la vista de eso que di un “ay” que dicen haber oído.) Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista a Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: “Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz (…)”.
Teniendo esto en cuenta, regresamos entonces a la cuestión inicial, ¿cómo debe ser nuestra participación en la Santa Misa? Para responderlo, debemos tomar conciencia de que los protagonistas no son, ni el sacerdote, ni el pueblo fiel, ni el coro, sino las Tres Divinas Personas, que obran para nosotros un misterio divino, sobrenatural, supra-racional (que no es lo mismo que irracional), misterio por el cual Dios Hijo encarnado está en la cruz, delante nuestro, en el altar: “Por la Misa, el sacrificio de la cruz se acerca nosotros, y de tal manera, que todo un Dios está delante nuestro, en nuestro tiempo y en nuestro espacio geográfico en el cual vivimos: “Es la inmolación de un Dios puesto de algún modo a nuestro alcance para que podamos tomar en Él la participación que nos convenga, en el tiempo, en las circunstancias, en la medida y para el fin determinado por la Providencia Divina”. 
En la Misa, el sacrificio de la Cruz está oculto a los ojos corporales, aunque no a los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, por medio de lo cual podemos “ver” espiritualmente que estamos ante la Presencia del misterio del sacrificio del Calvario. La disposición, entonces, es la del estupor, la del asombro sagrado ante esta Presencia del misterio de Dios Hijo en el altar, que se hace Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, luego de pronunciadas las palabras de la consagración. Nos encontramos delante del Gólgota, donde en el altar de la Cruz se inmola Nuestro Señor Jesucristo; el Gólgota se hace realidad sobrenatural, por el misterio de la liturgia, sobre el altar eucarístico; esto significa que delante de nuestros ojos, sobre el altar eucarístico, se despliega, en nuestro aquí y ahora, el misterio del Calvario. A un sacerdote, el P. Matteo, Apóstol del Sagrado Corazón, le sucedió que celebró la Misa en una casa de familia, en el oratorio privado de la familia; uno de los hijos, que había perdido la fe, asistió a la Misa, pero indiferente y con hastío. Al llegar al momento de la Consagración, el joven se postró por tierra, de improviso, lleno de temor de Dios. Al finalizar la Misa, fue a la sacristía, y se dirigió al P. Matteo, diciéndole: “Padre, ¿qué hizo recién sobre el altar?”. “Celebré la Misa, ¿porqué?”. El joven le dijo: “Porque apareció ante mis ojos un espectáculo maravilloso. En un cierto momento de la ceremonia vi, en el lugar que ocupaba usted, a un hombre todo cubierto de sangre, tan malherido, que daba piedad. Y se quedó ahí durante un cierto tiempo. Después de un tiempo, lo vi a usted nuevamente en el altar. ¿Qué significa todo esto?”. “Nada –respondió el sacerdote-. Es la Misa. Dios, infinitamente bueno, te hizo ver con los ojos del cuerpo lo que nosotros vemos con los ojos del alma, iluminados por la fe. La Misa no es otra cosa que el sacrificio del Gólgota”. Otro testimonio es el de santa Gema Galgani, quien al beber el vino ya consagrado, sentía sabor a Sangre. Es por la Presencia del misterio de Dios en Persona, en el altar eucarístico, que dice Juan Pablo II que la disposición interior debe ser la del “estupor” sagrado: “En la liturgia eucarística, la disposición interior que pide la Iglesia no puede ser otro que el permeado por la reverencia y por el sentido del estupor que brota del saberse delante de la Presencia de la majestad de Dios”. Estar en la Misa quiere decir acercar el alma y el corazón a Jesús Crucificado, el único nombre dado bajo el cielo, para la salvación del hombre. Y si está Jesús, está también la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, porque la Virgen está “al pie de la Cruz”, y por lo tanto, está al pie del altar eucarístico, el Nuevo Calvario.
En la Virgen al pie de la Cruz, está el modelo de nuestro comportamiento en la Misa, sobre todo en su aspecto de donación interior de sí mismo al Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo: la Virgen, la Madre de Dios, dona a su Hijo al Padre, por la redención del mundo, para que Dios, por Jesús, done el Espíritu Santo, el Amor de Dios: como la Virgen, también nosotros, en la Santa Misa, ofrecemos al Padre la Eucaristía para la redención del mundo, y como la Virgen, que se ofreció también a sí misma en cuerpo y alma junto a su Hijo Jesús, también nosotros debemos ofrecernos a nosotros mismos, con María y en María, en su Inmaculado Corazón, para la salvación del mundo. Con relación a María y su papel en la redención, dice así Benedicto XVI: “La Virgen Dolorosa sufrió de tal manera que casi murió junto a su Hijo que padecía y moría, y abdicó de tal manera, por la salvación de los hombres, a sus derechos maternos sobre el Hijo e inmoló de tal manera a su Hijo para aplacar a la Justicia Divina, de poder decirse que Ella ha redimido con Cristo al género humano”. Continúa luego el Santo Padre emérito: “Perpetuándose en la Santísima Eucaristía el sacrificio de la Cruz, es necesario admitir que María continúa en el sacrificio del Altar el oficio que cumplió con Jesús, por la redención de los hombres, sobre el Calvario”. Y al unirnos nosotros a María en la inmolación de su Hijo en la Eucaristía, nos convertimos también en corredentores de la humanidad. He aquí el máximo grado de participación en la Misa que, como se ve, no es tanto exterior y corporal, como interior y espiritual, pues lo que se necesita para participar “dignamente de estos misterios”, como pide el Misal Romano, es la fe, el amor y la contrición del corazón.

Conclusión: Qué es lo que explica la Cruz y la Misa.
Para encontrar la respuesta, tenemos que meditar en esta frase de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito para que los creen en Él tengan vida eterna” (cfr. Jn 5, 16-21). En esta frase de Jesús está revelado el motivo de su Encarnación, Pasión y Muerte, es decir, el motivo de su Misterio Pascual de Muerte en Cruz y Resurrección. Si alguien, al contemplar la Cruz, al contemplar a Jesús crucificado, al contemplar su Cuerpo lacerado y cubierto de heridas sangrantes, al contemplar sus manos y pies clavados al madero, al contemplar su Costado traspasado, al contemplar su corona de espinas, se pregunta el porqué de la muerte en cruz tan cruel de Jesús, ese alguien encontrará la respuesta en esta frase de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito para que los creen en Él tengan vida eterna”. Es el Amor misericordioso de Dios Padre el que lo lleva a entregar a Jesús, Dios Hijo encarnado, a morir en cruz, para que una vez muerto donara a Dios Espíritu Santo por medio de la Sangre y el Agua que brotaron de su Corazón traspasado. No hay otro motivo que explique la Cruz de Jesús, que su Amor infinito y eterno, el Amor misericordioso de su Corazón. Y por lo tanto, es también el Amor misericordioso de Dios el que lo lleva a crear la Santa Misa, la renovación sacramental de su sacrificio en Cruz, para donarse a sí mismo en la Eucaristía, Pan de Vida eterna: no hay otro motivo ni otra causal divina, que explique el porqué del don de sí mismo que Jesús hace en cada Eucaristía, que el Amor de Dios. La Cruz y la Santa Misa se explican por esta frase de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito para que los creen en Él tengan vida eterna”. Sólo Amor –divino, eterno, infinito- recibimos de parte de Dios, en la Cruz y en la Eucaristía, y es por eso que, en pago a ese Amor, sólo Amor –sin medida y sin distinciones, como el de Jesús en la Cruz- debemos dar a nuestros prójimos, comenzando por aquellos que, de un modo circunstancial, puedan ser nuestros enemigos. Sólo dando el mismo amor de Jesús, el que recibimos desde la Cruz y la Eucaristía, podremos cumplir el mandamiento del Amor: “Ama a Dios y al prójimo como a ti mismo; ama a tu enemigo, como Dios te ama desde la Cruz y desde la Eucaristía”. 


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