Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote
Doctrina
Si
Jesús era Dios, ¿podía sufrir? Sí, Jesús podía
padecer en su naturaleza humana lo mismo que todos los hombres. Sin embargo,
tenemos que recordar que Jesús no era un simple hombre, sino el Hombre-Dios. Por
lo tanto, su estado natural era el de tener un cuerpo glorificado, como en la
Epifanía –a poco de nacer su cuerpo traslució la gloria divina- y en la
Transfiguración –en donde también su cuerpo, su rostro y sus vestiduras dejaron
ver, por un instante, la gloria de Dios, en forma de luz-. Esto quiere decir
que, para poder sufrir la Pasión, y así demostrarnos hasta dónde llegaba su
Amor por cada uno de nosotros, tuvo que hacer un milagro: esconder la gloria de
su cuerpo, hasta la Resurrección, para poder sufrir la Pasión. Esto se debe a
que un cuerpo glorificado no puede sufrir. Es decir, si Jesús no hubiera hecho
el milagro de ocultar la gloria de su cuerpo, que le correspondía por ser el
Hombre-Dios, no podría haber sufrido la Pasión. Si sufrió la Pasión, es porque,
por un milagro, ocultó su gloria hasta el Domingo de Resurrección. Por otra
parte, el hecho de que Jesús sea Dios, hizo que los sufrimientos que
experimentó en su cuerpo y en su alma, tuvieran un valor infinito de
satisfacción de nuestros pecados.
Jesucristo, en cuanto
hombre, ¿es igual a nosotros? Jesucristo, en cuanto hombre, es igual a
nosotros, excepto en el pecado, que Él no tuvo ni pudo tener (Heb 4, 15). Su Humanidad es
perfectísima, porque no sólo no tenía pecado alguno ni lo podía tener, sino que
además Él era Dios Hijo en Persona y Dios es Tres veces Santo y le comunicó de
esa santidad a la Humanidad de Jesús cuando Jesús se encarnó en el seno de
María Santísima. Esto quiere decir que Jesús no sólo no podía decir ni la más
pequeña mentira, ni tampoco experimentar la más pequeña malicia, sino que su
Sagrado Corazón ardía siempre en el Amor Santo de Dios, que es Puro y Perfectísimo.
Jesús sufrió muchísimo en la Pasión. ¿Eran necesarios todos
esos tormentos y sufrimientos? No eran necesarios, porque Jesús, siendo la
Persona divina del Hijo, podría habernos redimido sin sufrir, o con una sola
gota de su Sangre Preciosísima. Sin embargo, quiso sufrir hasta el extremo de
la muerte en cruz, para demostrarnos hasta dónde llega su infinito Amor por
cada uno de nosotros. No es lo mismo decir “te amo”, sin dar nada como prueba
de ese amor, a decir “te amo”, como lo hace Jesús, que para probar que es
verdad que nos ama, nos entrega el don inapreciable de su Cuerpo, su Sangre, su
Alma y su Divinidad.
Explicación
Las palabras del Credo “Padeció bajo el poder de Poncio
Pilatos” significa que Jesús sufrió Pasión y Muerte cuando gobernaba en
Jerusalén el gobernador romano Poncio Pilatos.
Cristo
ante Pilatos
Vemos a Jesús ante Pilatos, quien está perplejo porque
reconoce que Jesús es inocente, pues dijo: “Yo no hallo en Éste ningún crimen”
(Jn 18, 38). Sin embargo, a pesar de reconocer que Jesús no ha cometido “ningún
crimen” y dándose cuenta de que los judíos lo entregan por envidia, ante las
insistencias y amenazas de demandarlo al César por parte de quienes acusan a
Jesús, y por temor a perder su cargo de gobernador, Pilatos condena a Jesús,
primero a ser castigado con latigazos y luego a la muerte. Así, se convierte en
la figura de los jueces injustos, que por temer más a los hombres que a Dios,
castigan con sus fallos inicuos a los más inocentes e indefensos.
Cristo
es flagelado
Cristo, antes de ser crucificado, fue azotado con una
ferocidad inhumana, siendo flagelado con látigos que incluso tenían puntas de
metal en sus extremos. Recibió tantos latigazos, que todo su Cuerpo y también el
patio en donde estaba amarrado a la columna, quedaron cubiertas con su Sangre
Preciosísima; de esta manera, Cristo expiaba los pecados de impureza (de
pensamiento, de deseo, de palabra y de obra) de todos los hombres.
Cristo
es coronado de espinas
La coronación de espinas fue un tormento ideado para
burlarse de Jesús, que había dicho: “Yo Soy Rey, para eso he venido (…) mi
Reino no es de este mundo” (cfr. Jn
18, 36-37). Para burlarse de sus palabras y de su condición de Rey, además de
la corona, le pusieron a Jesús un manto púrpura –que luego, cuando la sangre se
secó, quedó adherida a sus heridas, y cuando lo fueron a crucificar, le
arrancaron este manto púrpura, abriendo sus heridas, que manaron mucha sangre y
le provocaron muchísimo dolor-, y una caña en sus manos, imitando los cetros de
marfil que usan los reyes. Jesús es Rey de los ángeles y de los hombres, por
naturaleza –Él es Dios- y por conquista –porque con su Pasión y Muerte en cruz
conquistó las almas de todos los hombres para su Padre Dios-; Él se merecía una
corona de oro, como símbolo de la corona de gloria que posee por ser Hijo de
Dios, y sin embargo, nosotros, con nuestros pecados, lo coronamos con espinas. Las
espinas representan a nuestros pecados de pensamiento; Jesús se deja coronar de
espinas, para expiar estos pecados y para que no solo no tengamos malos
pensamientos, sino para que tengamos pensamientos santos y puros, como los
tiene Él, coronado de espinas. Según relata el Evangelio, los judíos rechazaron
la reyecía de Jesús, diciendo: “No queremos que Éste reine sobre nosotros” (Lc 19, 14); los cristianos, en cambio,
pedimos que Jesús sea el Rey de nuestros corazones: “Venga a nosotros tu Reino”.
Práctica: Me
esforzaré no solo por no pecar, sino por conservar y acrecentar cada vez más la
gracia, ya que son mis pecados los que hicieron sufrir a Jesús en la Pasión.
Palabra de Dios:
(Jesús lloró ante Jerusalén impenitente): “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a
los profetas y apedreas a los que te son enviados!¡Cuántas veces quise reunir a
tus hijos a la manera que la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y no
quisiste” (Mt 23, 37).
Jesucristo es “nuestro Pontífice, santo, inocente,
inmaculado” (Heb 7, 26); Él es el que
pudo lanzar este reto al mundo: “¿Quién de ustedes me argüirá de pecado?” (Jn 8, 46). Él, siendo la suma inocencia,
“nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios” (Ef 5, 2), cargando sobre sí nuestros
pecados, presentándose como culpable en lugar nuestro, e interponiéndose entre
la Justicia Divina y nosotros.
Ejercicios bíblicos:
Mc 10, 33-34; Ap 1, 5; 1 Jn 4, 9.
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